Home / Area / COLUMNA DE OPINIÓN Diario Constitucional y Derechos Humanos Nro 194 – 25.06.2018


COLUMNA DE OPINIÓN

La verdad en las discusiones y debates

Por Jorge H. Sarmiento García

He escuchado en estos días criticar a no pocos contra el cristianismo y el medioevo (hasta con expresiones tales como fanatismo, obscurantismo y a veces con soeces epítetos) que me siento en la necesidad de reiterar algo de lo que he expuesto desde la cátedra y escrito al respecto, señalando especialmente el valor de la veracidad en la opinión.

Y ante la media sanción de un proyecto de ley que no respeta la ciencia médica y es inconstitucional, comienzo  recordando que si bien el origen del control de la constitucionalidad de las leyes se ubica en aquella célebre sentencia norteamericana del 24 de febrero de 1803 ( en “Marbury v. Madison”) en la que votó en primer término el juez Marshall, el mismo tiene remotos antecedentes en el eforato de Esparta (cuyos integrantes tenían la misión de defender el orden político-social para que imperara el “nomos”) y en el Senado romano (“cuya ´auctoritas` -escribe Schmitt- debía sancionar los acuerdos del pueblo, para impedir las transgresiones del orden constitucional y de los compromisos internacionales), todo lo cual evidencia la importancia que desde entonces se le ha dado al respeto por la Constitución, lo que en muchas discusiones actuales aquí y ahora se margina.     

Cristiandad y cristianismo

Esta nota exige, en primer lugar y pese a su corta extensión, algunos desarrollos en torno de la cristiandad y el cristianismo, aclarando ante todo que en tanto el cristianismo dice especialmente relación con la vida personal del cristiano, con la doctrina que éste profesa, cristiandad tiene una acepción más amplia, con explícita referencia al orden temporal, no siendo otra cosa que la impregnación social de los principios del Evangelio.

He manifestado antes, empleando las elocuentes palabras de Alfredo Sáenz, que aspiro (respetando por cierto la libertad religiosa de los no cristianos) a “volver al meollo de la Cristiandad, a ese espíritu transido de nostalgia del cielo, a esa cultura que empalma con la trascendencia, a esa política ordenada al bien común, a ese trabajo entendido como quehacer santificante, volver a la verticalidad espiritual que fue capaz de elevar las catedrales, … a aquella fuerza matriz que engendró a monjes y caballeros, que puso la fuerza armada al servicio no de la injusticia sino de la verdad desarmada, volver al culto a Nuestra Señora, y a la valoración del humor y de la eutrapelia”, esto es, la virtud del buen humor, de la afabilidad, de la amistad festiva, que rescatara Santo Tomás del rico arsenal ético de Aristóteles, pues Cristo tenía el sentido del humor, como lo ha puesto de relieve Leonardo Castellani, quien además señala que “El humor es propio del hombre noble, sea inglés o no; los países en que no hay humor y el hombre que no entiende el humor, son poco desarrollados”.

Pienso no debemos los cristianos renunciar al ideal de la cristiandad, “Y si, por ventura, apareciese -dice Sáenz- una nueva Cristiandad, sería sustancialmente igual a la de la Edad Media, aun cuando accidentalmente diferente, atendiendo a la diversidad de condiciones que caracteriza a la época actual en comparación con aquélla, tanto en el campo económico como social. Todo lo rescatable deberá ser salvado. Pero el ideal sigue en pie”.

Ahora bien, es menester recordar -y destacar- que el cristianismo fue revolucionario, desde que rompiendo con la lógica de los antecedentes, introdujo pautas totalmente novedosas en el mundo, que incluso irradian su influencia a la política. En efecto:

a) Distingue y separa dos potestades que, hasta su irrupción, estaban confundidas: deslinda lo espiritual y lo temporal, la comunidad religiosa y la política, cada una con su autoridad y ámbito propios, con lo que se sustrae al Estado la vida espiritual y religiosa de los hombres, lo que significa una limitación al poder de aquél en beneficio de la libertad personal.

Es recién con el advenimiento del cristianismo, que se plantea el problema de la disociación de lo espiritual y lo temporal, de la autoridad religiosa y de la cesárea, de la Iglesia y el Estado, al expresar el Señor Jesús a quienes le interrogaban: “Den, pues, al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios” (Mt., XXII, 21), pues en la religiosidad pre cristiana predominaba, a la postre, una absorbente confusión. Anota Fustel de Coulanges que en la antigüedad pre cristiana “Religión, Derecho y Gobierno se habían confundido y eran una sola cosa con tres aspectos diferentes… El Estado era comunidad religiosa, el rey un pontífice, el magistrado su sacerdote, la ley una fórmula santa, el patriotismo era piedad y el destierro excomunión”. Hay, entonces, confusión: no se concibe más que un grupo social primordial, dentro del cual lo religioso es un básico ingrediente, estando lo religioso indisolublemente mezclado con los demás aspectos de la vida dentro de aquel grupo, cuyos gobernantes decidían normalmente sobre las materias religiosas -ordenando, por ejemplo, el culto- y se apoyaban en factores religiosos para decidir sobre otras materias.

b) Valora al hombre en su dimensión de persona, con la consecuencia de que pensar acerca de la vida moral, jurídica y política (dado que el derecho y la política son partes de la ética), supone razonar desde la persona humana, la cual no es incorpórea, sino una unidad de cuerpo y espíritu, o sea, cavilar desde el hombre en su conjunto, en toda la plenitud y la riqueza plural de su existencia espiritual y material. De allí entonces que el punto de partida para la discusión de los temas políticos y jurídicos sea esa unidad, teniendo en cuenta ambas dimensiones de la persona y, por ende, especialmente su inteligencia, su libertad, su alma inmortal, en un verdadero humanismo que defiende y exalta a la humanidad y no la degrada. De esa estructura ontológica del hombre resulta su dignidad; él constituye un verdadero microcosmos, que vale por sí solo más que el universo inanimado, dignidad de la que se desprenden, entre otras cosas:

-que la sociedad es hecha para el hombre y no a la inversa, pues según S. Tomás “El pueblo no está hecho para el príncipe, sino el príncipe para el pueblo”,

-los denominados derechos naturales o humanos, y

-que el hombre debe ser agente activo de la vida social.

c) Continuando la tradición judaica, confirma y acentúa el sentido concreto de la igualdad esencial entre los hombres que la razón descubre; y esta conjunción racional – bíblica suministra las bases para una acción eficaz, tendente a una progresiva introducción en la existencia de las consecuencias de la concepción realista de la igualdad.

d) Afirma que el poder deriva de Dios, por lo que el gobernante que lo ejerce debe ser obedecido en cuanto no mande algo contrario a la ley de Dios, ya que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, siendo necesario rememorar -marginando falsas “leyendas negras”- que la edad media en principio no conoció el absolutismo político, ni en la teoría ni en la práctica.

Debo destacar a esta altura que en el reciente debate (tanto fuera como dentro de la Cámara de Diputados) los argumentos fundamentales y serios contra el proyecto han versado sobre el origen de la persona humana, sobre su dignidad (y lo que de ella se deriva) y sobre la inconstitucionalidad del proyecto.

“Non est potestas nisi a Deo”

Sobre este tema también he escrito antes de ahora que “Saúl, que es también Pablo”, “hebreo hijo de hebreos”, destacó en época de Nerón -bajo cuyo reinado, el 29 de junio del año 67, fue condenado a muerte- la doctrina del respeto debido en conciencia a la autoridad temporal, cuyo valor de obligación moral tiene su fundamento en el Autor de la naturaleza, subrayando que “non est potestas nisi a Deo”, lo que supone el sometimiento de las decisiones de los príncipes al orden moral ante el que todos los hombres son igualmente responsables.

Es que la autoridad, o poder político, es una necesidad inscrita en la naturaleza social del hombre -“zoon politikon”-, tal como Dios lo ha hecho. Bien ha escrito Arturo Enrique Sampay, que Dios, “al crear al hombre e insertarlo en la naturaleza de la exigencia y de la necesidad que lo impulsa a procurarse su suficiencia en la vida social, ordenándose en la comunidad civil, determinó también la existencia del estado, de la misma manera que dispuso la existencia de la familia”; y si el orden político -causa formal de la sociedad política- exige la autoridad o poder para articularse y subsistir, debemos concluir en que éste, en última instancia, está arraigado en la voluntad de Dios.

Esto explica y justifica la antes referida afirmación en el sentido que no existe autoridad que no provenga de Dios; pero esta verdad no suele exponerse claramente, pues se temen imputaciones de clericalismo, o que ella pueda estimular el autoritarismo o una lamentable confusión entre lo divino y lo humano, o que pudiese considerarse pecaminoso el cuestionamiento de regímenes absolutistas. Mas de nada vale el ocultamiento consciente o inconsciente de la verdad que, cuando es buena y se profundiza, exhibe facetas insospechadas para muchos, imponiéndose por tanto un esfuerzo pedagógico para que sea bien comprendida.

En efecto, la doctrina en trato encierra, en rigor, la preocupación de asegurar la libertad del hombre: al afirmar el carácter necesario, natural, de la comunidad política y de un poder eficaz que asegure la cohesión, que anime, estimule, coordine e integre, descalifica la anarquía, en la cual las libertades no tienen nada que ganar y que constituye la antesala del autoritarismo; y a la vez que fortalece la autoridad arraigándola en Dios, la relativiza pues la hace relativa a Dios, dependiente de Él y del orden moral, con límites derivados ante todo de su fin, el bien común, lo que implica que la autoridad deba, en primer lugar, proteger y garantizar los derechos o libertades de los individuos y de las asociaciones infra políticas que ellos constituyen.

Además, permite exigir de la autoridad humana que imite a la de Dios, que se traduce en servicio y en respeto a la libertad: así como Dios ha manifestado su trascendencia haciéndose Servidor -toda la vida del Verbo encarnado es ejemplo de servicio a los hombres- la última legitimidad del “gobernar” es el “servir”, como lo recepta la sabiduría popular al designar a los gobernantes como “servidores públicos”; y como Dios conduce a los hombres invitándoles a participar en su propio crecimiento, la autoridad ha de llamar a las libertades a cooperar a su propio crecimiento en el seno de la sociedad.

La edad media

El calificativo edad “media” encierra toda una evaluación axiológica, habiendo sido impuesto por los humanistas del renacimiento, para considerarla como un lapso de mera transición tenebrosa entre los siglos de luz de la antigüedad clásica y los tiempos modernos, en continuo progreso hacia una consumación terrena, intrahistórica.

Mas ningún historiador serio sostiene hoy que el tiempo de marras sea una “edad obscura” -aunque tampoco un mar sin olas, pues bien sabemos que hubo numerosas falencias y miserias, pero ellas se debieron a la frágil condición humana y no a los principios rectores de aquélla-, y el gran medievalista Roberto Sabatino López ha calificado al siglo X como “grande y desconocido”, desde que presencia el reencuentro del hombre con la vida cristiana y con su sentido profundo de la libertad, el de la libertad moral. Con Berdiaiev, “nos inclinamos a creer que lo mejor, los más bello y los más amable se encuentra, no en el porvenir, sino en la eternidad, y que también se encontraba en el pasado, porque el pasado miraba a la eternidad y suscitaba lo eterno”

Se ha señalado que poco antes de que se cumpliera el primer milenio desde el advenimiento de Cristo, el modelo de “hombre nuevo” con que se ilusionara San Pablo, existía ya y, aunque se realizara prácticamente en minorías bastante reducidas, éstas ofrecían gran variedad de tipos (clérigos, monjes, gobernantes, estudiosos, gentes del pueblo), asegurando la penetración y permitiendo avanzar a grandes pasos en la educación de la sociedad, pasando los principios éticos -que, reitero, significaban una radical novedad respecto a los que regían a la humanidad- a ser aceptados como simples y connaturales al hombre mismo.

Así, la barbarie podía ser vencida, y la “Christianitas” o “Universitas christiana” -como se llamaba entonces a Europa, término este de contenido geográfico, que no se introdujo hasta muy avanzado el siglo XV- pudo convertirse después en la educadora del mundo.

A la epistemología de los grandes pensadores griegos -que, como Platón y Aristóteles,  descubrieron que necesariamente ha de existir un Dios del Logos, creador y principio de todas las cosas-, se incorporó la sabiduría hebrea que reconoce la verdad de las cosas en su rectitud y justicia, aportando el cristianismo -entre otros- los conceptos ontológicos de persona (que puede dar razón de sí misma) y de libertad (esencial para la criatura humana, que puede tomar decisiones haciéndose responsable de ellas).

Bien se ha señalado que en la edad en trato se concibe al gobernante como príncipe justo, con un ministerio servicial para la comunidad, que debe ejercer el poder político en orden al bien común; y que los miembros de la comunidad deben obediencia y fidelidad a la autoridad mientras actúa con justicia, siendo lícito resistirle y deponerla si se transforma en tirana, construyéndose toda una doctrina sobre el “ius resistendi”.

Ahora bien, en orden a nuestro objeto nos interesa particularmente poner de manifiesto las limitaciones en esta época al poder real, tal como lo explica Alfredo Sáenz.

En la edad media no había lugar para un régimen autoritario ni para una monarquía absoluta. El rey medieval veía atemperada su autoridad por el complejo entramado del tejido social. Lejos de ser el poder central y el individuo las dos únicas entidades existentes, se escalonaban entre ambos una multitud de eslabones intermedios a través de los cuales aquéllos se comunicaban entre sí. El hombre de la edad media no fue jamás un ser solitario. Necesariamente integraba un grupo, sea por el lugar donde vivía, sea por la asociación o “universidad” a que pertenecía, lo que lo inmunizaba de posibles prepotencias. El artesano, por ejemplo, a la vez que controlado se veía amparado por los maestros de su oficio, que él mismo había elegido. El campesino estaba sometido a su señor, el cual era vasallo de otro, éste de otro, y así hasta el rey. Estos contactos personales jugaban el papel de “tapones” entre el poder central y el individuo, lo que protegía a éste de medidas generales arbitrariamente aplicadas, y lo liberaba de tener que enfrentarse con poderes irresponsables o anónimos.

Por otra parte, la autoridad del poder central se limitaba estrictamente a los asuntos de índole pública. En las cuestiones de orden familiar, tan importantes para la sociedad medieval, el Estado no tenía ingerencia alguna. Los matrimonios, los testamentos, la educación, los contratos entre individuos, eran normados únicamente por los usos y costumbres, así como la profesión y, en general, todas las circunstancias de la vida personal.

Nada menos autócrata que un monarca medieval. Las crónicas y los relatos de la época nos lo muestran yendo y viniendo en medio de la multitud, en contacto familiar con su pueblo; constantemente hablan de asambleas, de discusiones, de juntas de guerra. El rey nunca obraba sin haber pedido previamente consejo a su mesnada, la que no estaba compuesta -como luego lo estaría Vesailles- de cortesanos dóciles y serviles; aquéllos eran hombres de armas, monjes, sabios, juristas, e incluso vasallos tan poderosos como el mismo rey y a veces más ricos que él. Este solicitaba sus consejos, deliberaba con ellos, atribuyendo mucha importancia a esos contactos personales, siendo recién a partir del renacimiento que los reyes optarían por recluirse en sus palacios.

Se advierte, entonces, que el rey feudal no poseía ninguna de las atribuciones que hoy parecen normales en la autoridad política. No podía promulgar leyes generales ni imponer impuestos para la totalidad de su reino. Ni siquiera estaba en su poder movilizar un ejército nacional. Sólo a partir del siglo XV los reyes comenzarían a arrogarse tales derechos hasta volverse absolutistas. Entre los elementos de contención política del rey -al lado de la religión, el derecho natural, las costumbres, etc.- debemos señalar los parlamentos o asambleas que, representando a todos los estamentos de la comunidad, se reunían en torno del rey.

El constitucionalismo medieval

Hemos señalamos en otra oportunidad que se ha hablado de un “constitucionalismo medieval”, para aludir a instrumentos políticos de una época en la que -al decir de Friedrich- la Iglesia “fue el baluarte de las restricciones efectivas y, por ende, del constitucionalismo. Las doctrinas de la Iglesia vigorizaron la noción de los derechos de la persona y la exigencia de fijación de límites a la actividad estatal, y paralelamente, cercenaron a esa actividad un importantísimo sector por aplicación del principio evangélico: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

La Iglesia unió todas las partes del mundo medieval en la armoniosa unidad de la cultura cristiana; sus sabios doctores desarrollaron los grandes y concordantes sistemas de teología y filosofía, recogiendo todo cuanto había de bueno en la filosofía antigua, especialmente griega y árabe. Cuando la reforma -enseña Rommen- empezó a disolver el “orbis cristianus”, la unidad de la cristiandad se fue gradualmente perdiendo en la era de las guerras de religión, hasta que surgió una nueva civilización occidental meramente secular. Durante este tiempo la Iglesia y la filosofía, que había hallado en ella sus fundamentos, tuvieron que resistir los arbitrarios ataques del absolutismo de los príncipes que pretendían obligarla, bajo el yugo del Erastianismo, a legitimar el absolutismo autocrático.

En tal período se producen doquiera en Europa importantes documentos. Escribe Friedrich que “Desde Inglaterra hasta Hungría, desde España hasta Polonia y Suecia, encontramos en todas partes cartas parecidas a la Carta Magna, que establecen restricciones al poder de los príncipes y una división del poder gubernamental entre diversos estamentos o estados, es decir, grupos o clases de la comunidad”, siendo de destacar los “fueros” españoles.

Los “fueros” o “cartas pueblas” se formalizaban entre el rey y los señores o los vecinos de una villa o región y se convertían, a veces, en verdaderos estatutos locales, donde se reconocían determinados derechos a sus pobladores y se estructuraba el funcionamiento de sus instituciones políticas, destacándose entre ellos, los fueros de Aragón y de Navarra, que tuvieron valor análogo a las leyes supremas ante las cuales cedía el poder real y a las que debían obediencia funcionarios y habitantes.

Refiriéndose al origen de los fueros, ha escrito Carlos Sánchez Viamonte que “España es el país de Europa en donde se advierte una mayor vocación por el Derecho, ya no como simple ordenamiento de las relaciones privadas, propio del Derecho romano, sino también como una organización de la sociedad y del gobierno, dentro de la cual los individuos adquieren una personalidad amparada por la legislación”. Concluyo entonces recordando, sin ningún ánimo de ofender, que la libertad de expresión implica la potestad de emitir públicamente las ideas, cualquiera sea el instrumento utilizado para vehiculizarla (palabra oral o escrita, imagen, sonido, actitud, gesto, teatro, cine, televisión, etc.). Esta libertad de expresión es instrumento para arrancar al ser humano de la mentira y generar claridad. La verdad no es en absoluto barata, es exigente y quema, hace patentes las mentiras. Y la libertad de expresión debe sacarnos de la comodidad impulsándonos inclusive a sufrir por la verdad, para que pueda surgir la paz verdadera frente a la aparente, tras la que se ocultan la hipocresía y todo tipo de conflictos. No se puede aceptar la mentira para que haya sosiego… El valor de la verdad, entonces, se vuelve desafío y meta de la comunicación social y criterio de legitimización de la libertad de expresión. La exigencia moral fundamental de toda comunicación es el respeto y el servicio a la verdad. Porque la verdad nos hace libres, podemos asegurar que el respeto a la verdad es uno de los pilares, el principal, de la libertad de expresión.

 

DESCARGAR ARTÍCULO