Home / Area / COLUMNA DE OPINIÓN Diario Constitucional y Derechos Humanos Nro 172 – 27.11.2017


COLUMNA DE OPINIÓN

Los jueces, la fortaleza, la astucia y la avaricia

Por Jorge H. Sarmiento García

La fortaleza

            Explica la filosofía perenne ( enseñada por Tomás de AquinoAristótelesPlatónAgustín de HiponaC. S. Lewis, Fernández Carvajal, Josef Pieper, entre muchos otros) que la fortaleza es la virtud que hace al hombre intrépido frente a cualquier peligro y prueba de la vida, que desafía sin miedo y al que se enfrenta con valor.

            La fortaleza se hace presente en dos actos fundamentales: atacar y resistir. Unas veces hay que atacar para la defensa del bien, reprimiendo o exterminando a los individuos, y otras será necesario resistir con firmeza sus asaltos para no retroceder un solo paso en el bien conquistado; y se señala que, de estos dos actos, el más propio de la virtud en trato es el de resistir, siendo también el más difícil.

            Se agrega que la virtud de la fortaleza se halla en el medio justo entre la cobardía, o temor desordenado, que inclina a la fuga ante el dolor y los peligros, y la temeridad, que sale al encuentro del peligro o se lanza ciegamente a empresas difíciles, por soberbia, vanagloria, presunción o necedad.  Con el temor o cobardía se relacionan estrechamente los llamados respetos humanos que, por miedo al “qué dirán”, llevan a abstenerse del cumplimiento del deber o de practicar con valentía y, cuando es necesario, públicamente la virtud. Relacionada con la temeridad está también la impasibilidad o indiferencia, que no teme los peligros, aunque sean de muerte, pudiendo y debiendo temerlos.

            En relación al segundo acto fundamental de la virtud de la fortaleza (sostener, resistir, aguantar), se exigen paciencia y longanimidad, que sostienen al hombre contra la tristeza en medio de los peligros que combate, y la perseverancia y constancia, que inclinan al hombre a luchar hasta el fin, sin ceder al cansancio ni al desánimo, y que lo llevan a levantarse después de una derrota.

            Ahora bien, reiteramos aquí que el juez siempre debe juzgar de acuerdo con la ley, pero si bien, en principio, es “prisionero” de esa ley, al aplicarla le imprime el sello de su propia personalidad, de su sensibilidad humana, de su cultura e imparcialidad. Y de las numerosas calidades que deben adornar la figura del juez, merece ser resaltada la “firmitas animi”, es decir, la fortaleza, de donde toda la vida profesional del juez debe ser un continuo ejercicio de esta difícil virtud.

            Tal vida, de hecho, es una larga fatiga física y espiritual: exige paciencia consigo mismo y con los demás en las más variadas circunstancias; impone perseverancia en la voluntad de justicia; necesita valor para la defensa de los principios y derechos; exige humildad e impone un sentido de mesura en el ejercicio del poder.

            Donde hay jueces auténticos, la expresión “voluntad de justicia” tiene para todos sentido positivo y concreto y valor de universalidad. Y el auténtico juez debe crecer ante los obstáculos, juzgando como debe, sin miramientos ni vacilaciones, sin detenerse hasta ascender la cuesta del cumplimiento del deber, con espíritu de sacrificio y no de exhibición, sirviendo fidelísimamente a la justicia aún a costa de la hacienda, de la honra y de la vida.

La astucia y la avaricia

            Por cierto que por ahí pueden verse jueces astutos; pero la “astutia” es la más típica forma de falsa prudencia, aludiendo el término a esa especie de sentido simulador e interesado al que no atrae más valor que el “táctico” de las cosas y que es distintivo del intrigante, hombre incapaz de mirar ni de obrar rectamente.

            La simulación, el escondrijo, el ardid y la deslealtad representan los recursos del astuto, espíritu mezquino y pequeño de ánimo. Y la astucia guarda esencial parentesco con la avaricia, entendida como el desmesurado afán de poseer cuantos “bienes” estime el hombre que puedan asegurar su grandeza y su dignidad (“altitudo, sublimitas”).

            Pues bien, jamás puede darse en un juez la virtud de la prudencia sin una constante preparación para la autorrenuncia, sin la libertad y la calma serena de la humildad y la objetividad verdaderas para conocer y reconocer la verdad de las cosas reales, actuando con valerosa confianza y prodigalidad de sí mismo, desatendiendo las reservas formuladas por el angustiado instinto de conservación y olvidando todo interés egoísta por la propia seguridad.

            Necesitamos, en suma, jueces prudentes, magnánimos, sin avaricia, esto es, con auténticas virtudes humanas; se requieren -parafraseando a Maritain-, para la afirmación hasta el fin y la aplicación sin miedo de los terribles poderes de la justicia, hombres verdaderamente resueltos a sufrir cualquier cosa por la justicia y que verdaderamente comprendan el papel que les toca desempeñar al Estado como juez, hombres verdaderamente ciertos de conservar, dentro de sí mismos, en medio de los azotes del Apocalipsis, una llama de amor más fuerte que la muerte …

 

 

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