Pastor sostiene que la denominada “Ley de las víctimas” parte de una base equivocada pues los derechos que regula se van ejercer en su gran mayoría en el proceso de investigación del delito y posible enjuiciamiento del presunto autor, donde aún no hay víctima, sino, y en  el mejor de los casos, “presunta víctima”. Esto lo lleva a sostener que la suerte del proceso está sellada antes de empezar: el triunfo de la “víctima” está hoy decidido de antemano.

El autor señala una contradicción en la Ley de derechos y garantías de las personas víctimas de delitos, explicando la importancia de la dimensión estética constructiva de las normas penales y procesales. A partir de esto, desarrolla la necesidad de que las mismas sean claras y armónicas entre sí para evitar arbitrariedades.

En esta segunda parte, a partir de un reciente caso mediático que reavivó el debate sobre la procedencia de la legítima defensa, el autor desarrolla los lineamientos básicos de la doctrina donde existen limitaciones a este instituto por razones ético-sociales. Para concluir, advierte que la doctrina clásica ignora la problemática generada por situaciones que, si bien cumplen con los requisitos legales, desoyen la jerarquía de los bienes jurídicos establecida por los derechos humanos.

Tomando como disparador un caso de robo que se ha mediatizado, el autor retoma el debate sobre la legítima defensa. Concluye que cada posición asumida es un indicador de una postura política, resultando relevante identificar el elemento que genera frente a este instituto divisiones entre los miembros de la sociedad.

El autor analiza cómo fue interpretado el derecho a la protesta al realizarse la detención de Milagro Sala. Concluye que el fundamento de dicho derecho es asegurar la manifestación ciudadana –piedra basal para la vigencia del modelo representativo de gobierno– y que una posición en contrario busca consolidar el dominio de la élite gobernante.

El autor analiza los fundamentos del fallo “Muiña” y explica cómo afectaría la Ley 27.362 a las decisiones judiciales. Concluye que la aplicación de la misma no transgrede la prohibición de retroactividad de la ley penal más gravosa ni implicaría ningún agravio a los condenados cuya sentencia aún no se encuentra firme.

El autor analiza el funcionamiento de la “Ley del arrepentido”, que establece un sistema de premios para aquellas personas imputadas que colaboren con la acusación pública. Concluye que en casos de simulación se da una paradoja donde mientras los autores principales del hecho punible podrían verse alcanzados por los beneficios, quienes tienen una participación menor en el hecho típico sufren la amenaza de una escala penal superior.

El autor analiza el voto en disidencia emitido en el reciente fallo del caso “Belén” –el cual se basa en la teoría del riesgo asumido– y explica los distintos inconvenientes que presenta el mismo. Concluye que el Estado de derecho no puede servirse del infortunio de quien emprendió una conducta contraria al ordenamiento jurídico y reclama un derecho fundamental, ya que contraría el axioma delimitador de la superioridad ética al no respetar la dignidad humana.

En esta segunda parte, la autora continúa analizando los inconvenientes que podrían ocasionarse por extender la oralidad en el proceso penal. Luego de explicar cómo influiría en los recursos, plantea el interrogante de si estamos dispuestos a aceptar las consecuencias de exigir un contradictorio en la etapa recursiva, en un contexto de aumento de solicitudes de abreviaciones de plazos. 

La autora plantea algunas dificultades que podría implicar extender la oralidad a distintas instancias del proceso penal. En esta primera parte, explica las dificultades de entender ciertas partes del procedimiento en la lógica de partes en conflicto y un tercero que decide –en los autos de mérito, la parte recurrida sería el mismo juez de instrucción– y de conciliar los principios de oralidad y contradictorio con la renuncia a los plazos legales.