Home / Area / NOLITE IUDICARE Diario Penal Nro 175 – 01.12.2017


NOLITE IUDICARE

Comentarios de actualidad penal independientes y críticos

Por Daniel R. Pastor

Episodio 6:

El futuro de la jurisdicción penal entre oficios temporales y máquinas de juzgar 

La función penal del poder judicial

Conocer y decidir son los verbos que condensan la misión que justifica la existencia de personas investidas del poder de investigar y castigar penalmente a los demás. Los órdenes jurídicos sintetizan estas tareas bajo las consignas de un poder público predispuesto para descubrir la verdad acerca de unos hechos ab initio inciertos y aplicar la ley sustantiva al resultado de esa encuesta.

Es una historia sencilla y muy conocida. Juicios y sentencias judiciales se deciden por medio de un debate limpio en torno a afirmaciones, refutaciones y pruebas relativas a lo que puede considerarse verdadero respecto de la escenificación de unos hechos en el proceso. A la aserción fáctica que resulte procesalmente vencedora le corresponderá la aplicación de la ley material y de los efectos establecidos por ésta para esa situación. Hecho con esfuerzo no es, sin embargo, un trabajo desmesurado. La mayoría de las veces debería ser una tarea sin demasiadas complicaciones (Pastor [2014]).

Los códigos procesales penales disciplinan detalladamente esa función por medio de un juicio adecuado al régimen que establecen en lo básico los derechos fundamentales previstos por el orden jurídico constitucional y los tratados internacionales. La acusación, cuya formulación genera el juicio y constituye el momento de ejercicio de la acción, contiene la pretensión condenatoria sobre la base de una propuesta acerca de los hechos y su consecuente significado jurídico, mientras que la defensa postula las aserciones que refutan esa posición. La prueba jurídicamente controlada ofrece al tribunal los elementos para resolver la contienda. Antes del juicio es necesaria una etapa previa, pues el ministerio público, la fiscalía, no conoce el caso, dado que, a diferencia de un actor civil o un acusador particular, no ha sufrido los hechos y debe investigarlos para decidir si ejercerá la acción o si no lo hará. Después del juicio, al menos en caso de condenación, se debe disponer la revisión de la sentencia si el agraviado la impugna (Ferrajoli).

Así pues, un enjuiciamiento penal óptimo debería enfrentar al imputado con el ministerio público (y con nadie más) en un proceso regulado en dos instancias a lo sumo, la primera de las cuales se compone de tres etapas como máximo (investigación, preparación del juicio y debate con sentencia). Sin embargo, el buen enjuiciamiento penal depende más de las autoridades encargadas de llevarlo a cabo que de las que dictan las leyes: es determinante para el sistema de enjuiciamiento penal el modelo de organización judicial y la capacitación de su personal, su dedicación a las tareas y, en fin, sus elevadas condiciones éticas.

Al realizar la función procesal penal el poder judicial contribuye a la misión que convalida la existencia del estado constitucional y democrático de derecho: asegurar una convivencia social pacífica y próspera (Volk). Esto surge del programa de los catálogos de derechos constitucionales, de derechos fundamentales y de derechos humanos que todas las sociedades democráticas avanzadas han consagrado como sus reglas supremas de orientación para la conducción de quienes mandan y de quienes son mandados en la vida comunitaria. Por consiguiente, la tarea del tercer poder del estado es sólo la de resolver adecuadamente controversias judiciales. Esta labor es la que legitima el poder del que dispone la judicatura y justifica el alto costo que pagan los contribuyentes para mantenerla. Los elencos de derechos fundamentales modernos, especialmente los posteriores a la Segunda Guerra Mundial, son claros y exhaustivos en la regulación del poder de los estados y en el establecimiento de sus límites, muy en particular frente al ejercicio de la fuerza pública en materia penal.

Pero en todo esto no debe perderse de vista que hay, en verdad, una tragedia y miles de ellas. Por ello, al igual que el derecho punitivo y que el enjuiciamiento criminal, la jurisdicción penal debe ser tratada como un mal necesario. Mientras las sociedades no encuentren otra forma de lidiar con la violencia más que con violencia, el derecho penal seguirá ocupado en reglamentar penas, razonables y moderadas, para las conductas sociales que quiebren del modo más grave la prohibición de no afectar arbitrariamente los bienes y valores de la comunidad más dignos de veneración y respeto. Pero el derecho penal no puede punir sin proceso, y el proceso, por su parte, no puede evitar ir penalizando, ya mientras se desenvuelve, a quien sin embargo declara que debe ser tratado como no culpable. Según las premisas del célebre silogismo de Carnelutti sobre la implicancia del proceso en el castigo: no se puede castigar sin procesar pero procesando se castiga. Por consiguiente, “el sufrimiento del inocente es el costo insuprimible del proceso penal”. Al mal del delito le sigue el mal de la pena, como a la desgracia de la víctima le sigue el drama del proceso para el imputado que, de ser declarado responsable del hecho, abre el telón a la desgracia del condenado. Por eso las normas, las prácticas y las teorías sobre el funcionamiento del aparato represivo estatal deben estar orientadas por criterios humanistas, liberales y moderados de análisis y discusión, en lo cual tiene un papel fundamental el respeto hacia todos los afectados y su dolor.

Quien es autor de un hecho punible ejerce siempre, aunque en distintos grados, violencia contra la víctima. Los funcionarios estatales involucrados en el sistema penal ejercen siempre, aunque en distintos grados, la fuerza pública contra imputados y condenados. En ambas situaciones unas personas quedan a merced del poder de otras. Naturalmente, el delito es ilegítimo y la reacción pública legítima. Esto no llega a ser desmentido, todavía, por un ejercicio demasiado habitualmente demasiado desviado del poder penal del estado, ni por el hecho, entre otros, de que las penas privativas de la libertad se ejecuten en condiciones abiertamente inhumanas ni por el derecho, entre otros, a que el imputado de un delito sea considerado oficialmente un no culpable y tratado como tal por todos y durante todo el recorrido del proceso penal. Lo decisivo es, simplemente, que la violencia pública tiene que ser considerada con respeto, moderación y cuidado. Un juicio penal no es una fiesta a la debamos acudir extasiados, las condenas penales no pueden ser motivo de celebración. El enjuiciamiento del sospechoso y la condenación de culpable son una manifestación de brutalidad. Una brutalidad inevitable justificada como reacción a la evitable brutalidad del autor del hecho (Pastor [2017]).

Comoquiera que sea, no hay entonces nada bello o cortés en juicios y condenas. El sistema penal no es un juego glamoroso, es sólo una amarga necesidad, pero una muy peligrosa, pues otorga a unas personas un enorme poder de destrucción sobre la vida de otras. Un poder que es similar, en su arrogante facticidad (Andrés Ibáñez), al que aplican sobre sus víctimas los victimarios, pero que es peor todavía si resulta aplicado de modo desviado, con alegre indiferencia por el derecho y las pruebas, por aquellos que, como decía el buen marqués, deberían temblar al disponer de las vidas y haciendas de los hombres (Pastor[2017]).

Pasado de la jurisdiccional penal en Latinoamérica

España y Portugal introdujeron en Latinoamérica el sistema penal dominante durante su conquista y colonización: la Inquisición (Struensee y Maier). Desde el descubrimiento del Nuevo Mundo hasta el surgimiento de las repúblicas independientes en el siglo XIX la pertenencia de prácticamente toda Latinoamérica al imperio español llevó a que en toda su extensión rigiera el mismo derecho procesal penal, que sólo en matices vinculados a la organización judicial difería de las leyes que regulaban el proceso penal en la península, fundamentalmente Las Siete Partidas (Maier). Este modelo inquisitivo respondía a la tradición romana de finales del Imperio reformada por la influencia medieval del derecho canónico.

Se trata de un estilo judicial caracterizado por una jurisdicción centralizada, burocrática y vertical, sin distribución de poderes entre acusador y juez, con el acusado como órgano de prueba y no sujeto del proceso, con procedimientos escritos en actas que normalmente permanecían en secreto para el imputado, con prueba legal tasada y un amplio uso de la tortura como técnica regulada de investigación, en tanto que la obtención de la confesión del acusado era el fin primordial de este modelo de enjuiciamiento que, por ese medio, consideraba que debía descubrirse la verdad. La sentencia debía estar fundada para permitir su impugnación, que abría una inspección completa de lo decidido para facilitar que el control centralizado de las resoluciones pudiera llegar hasta el vértice de la organización judicial que había delegado su ejercicio (efecto devolutivo de los recursos).

Durante el siglo XIX los movimientos de emancipación de las colonias europeas de Latinoamérica no persiguieron sólo la independencia de España y Portugal, sino que fundamentalmente impulsaron un cambio de sistema político, una transición de los estados monárquicos absolutos del Ancien Régime a estados de derecho estructurados bajo la forma de la república constitucional que había sido teorizada por los pensadores de la Ilustración y llevada a la realidad por la creación de los Estados Unidos de América y el acaecimiento de la Revolución Francesa. De hecho casi todas las ex-colonias de Latinoamérica llevan oficialmente el título de República precediendo sus nombres.

El nacimiento de estos regímenes republicanos en la región implicó la adopción para ellos de constituciones liberales que incorporaron formas procesales nuevas regidas por la noción de lograr la interdicción de la arbitrariedad judicial mediante el respeto de numerosos derechos fundamentales del acusado bien definidos, los provenientes de los elencos, para entonces ya estables, de las declaraciones de derechos de la época. Si bien el ideal ilustrado tendía a restaurar las repúblicas democráticas de la antigüedad, en lo político, y su proceso penal acusatorio puro, en lo judicial, en Europa prevaleció una solución de compromiso en ambos campos. La democracia representativa triunfó sobre la directa y en el enjuiciamiento criminal se adoptó un sistema mixto, mejor descripto como inquisitivo reformado (Maier), que es el que tibiamente comenzó a llegar a algunos rincones de Latinoamérica ya entre los siglos XIX y XX, en los casos en los que llegó, pues muchos países conservaron el estilo inquisitorio de proceso penal hasta tiempos muy recientes, en clara rebeldía contra las pautas constitucionales relativas al enjuiciamiento criminal.

Del modelo inquisitivo se conservó, en lo sustancial, la búsqueda de la verdad como objetivo del proceso y la persecución pública de los delitos. Se incorporaron, en cambio, los valores propios del respeto por la autonomía de los individuos, lo cual se tradujo en la colocación del imputado como un sujeto del proceso, en posición de igualdad de armas con el acusador, pero dotado de derechos y garantías estructuradas exclusivamente para protegerlo del abuso de poder y de la arbitrariedad: libertad plena de declaración, incoercibilidad como órgano de prueba, carga de la prueba en el acusador, in dubio pro reo, presunción de inocencia, amplísimos poderes de defensa. El acusado fue puesto en la escena del proceso como la visita en un partido de fútbol cuyo gol, dado el caso, cuenta como dos (Rosler).

Una de los aspectos que refleja lo híbrido del modelo mixto es la división del proceso de primera instancia en dos etapas, una más inquisitiva —escrita, secreta y con escasa participación del imputado—, a cargo de un juez, en general de instrucción, y una plena —acusatoria, oral y pública—, ante un tribunal colegiado, con predominio de algún formato de jurado popular. Se mantuvieron los recursos pero limitados a la revisión sólo de las denominadas cuestiones jurídicas (casación) en razón de la adquisición irreproducible de la prueba en el debate oral, valorada según la íntima convicción de los jueces populares o de la sana crítica racional de los jueces profesionales, y también por respeto, en su caso, a la decisión soberana del jurado acerca de los hechos. Se produce en esta época el nacimiento del ministerio público, por eso considerado un adolescente (Roxin), con las características que hasta hoy conserva de ser el titular de la acción penal con el deber objetivo de representar los intereses generales de la sociedad (no es un acusador a ultranza). Sin embargo no se le otorgó el señorío de la investigación preliminar todavía.

Ésta fue, expuesta aquí muy simplificadamente, la arquitectura procesal penal que buscaba el paso del sistema inquisitivo al mixto, la que, muy gradualmente y con matices, trató de abrirse paso en los estados latinoamericanos, sin conseguir desplazar completamente la prevalencia inquisitorial en las legislaciones nacionales, las que, según las distintas experiencias, rigieron hasta finales del siglo XX. El modelo de proceso penal inquisitivo reformado rigió sólo en algunos países de la región (p. ej., Cuba, República Dominicana, en parte Brasil, en parte Argentina, Costa Rica). Algunos estados adoptaron un modelo mixto clásico, otros conservaron intactos los viejos regímenes inquisitivos demasiado tiempo, alguno incluso sin permitir siquiera que el ministerio público fuera conservado en su seno. Algunos incorporaron el juicio por jurados, otros no lo hicieron.

Pero tanto ese modelo como el inquisitivo remanente en la región llevaron las cosas a un estado insoportable (Struensse y Maier) y hace aproximadamente un cuarto de siglo comenzaron a ser sustituidos por regímenes de enjuiciamiento penal calificados como acusatorios.  

Actualidad de la jurisdicción penal en Latinoamérica:

¿Cuántas veces se puede hacer una reforma?

En efecto, desde las últimas décadas del siglo XX y durante estos primeros años del nuevo milenio se generó en el derecho procesal penal latinoamericano un período de reformas totales (Maier y Struensee), una ola reformista calificada como revolucionaria (Langer). En verdad se trató, simplemente, de la marcada tendencia de toda la región a tornar más eficientes los procesos penales por medio de la incorporación de herramientas esenciales para ello provistas por las prácticas del enjuiciamiento penal de los Estados Unidos de América.

La combinación de las necesidades propias de la explicación académica de los fenómenos jurídicos con la experiencia tradicional de que las transformaciones legales tienen que ser, en efecto, revolucionarias, condujo a la compulsión obsesiva de encontrar una expresión metafórica que describiera sintéticamente esta new wave procesal penal y que mostrara de modo claro la contraposición con la fórmula metafórica utilizada para ilustrar el modelo que ahora resultaba superado. Por eso, en ese momento, se habló, por supuesto, de “una conversión de procesos inquisitivos a acusatorios” (Langer).

En el período analizado prácticamente todos los países de Latinoamérica introdujeron nuevos códigos procesales penales o reformas sustanciales de los vigentes bajo el eslogan de adoptar un modelo acusatorio o adversarial de enjuiciamiento. Se perseguía un propósito doble: mayor eficiencia en el castigo de los crímenes con un mayor respeto de los derechos fundamentales de los acusados (Binder). Los instrumentos introducidos fueron, en resumidas cuentas, la investigación preparatoria a cargo del ministerio público, que desplazó al juzgador como dueño de la iniciativa penal, una mayor y mejor oralidad de los procedimientos, etapas e instancias más acotadas y la incorporación de numerosas vías de resolución alternativa de los casos distintas del juicio de conocimiento pleno como único camino para arribar a una resolución definitiva del caso.

Todo esto parece haber sido solamente un gran engaño, justo en el campo de la jurisdicción penal, en la cual, mientras que la búsqueda de la verdad es uno de sus valores primordiales, se vive cómodamente en la mentira (Pizzi). Resulta difícil afirmar que con estas reformas adversariales, de segunda o tercera generación, haya sido introducida realmente una oralidad de calidad, que la mayor eficiencia no haya afectado las garantías del imputado, ni que, en definitiva, pueda decirse que el nuevo modelo es, en serio, acusatorio.

La oralidad constituye el medio idóneo para resolver con la más alta calidad imaginable la disputa entre las posiciones del acusador y del acusado en un proceso de conocimiento. Es un hábito de epistemología judicial que asegura el principio contradictorio, de modo que el juicio oral se deja calificar muy fácilmente como momento central del modelo acusatorio. No obstante, la introducción de todo tipo de métodos de solución de los procesos distintos a la confrontación propia de un juicio oral deja a éste, dada la masiva utilización de aquellos, reducido a unas pocas ruinas para mostrar a los turistas, con lo cual, estos regímenes procesales de acusatorio no conservan casi nada de nada. La infidelidad perpetrada así contra el juicio como momento central del proceso contradictorio es tan contundente que el juicio oral fue postulado como alternativa a las alternativas al juicio oral (Taruffo).

Conectado con lo anterior, y por conducto de una de las más deprimentes válvulas de escape del debido proceso, la introducción de la justicia negociada, a la americana, como verdadero momento central del enjuiciamiento permite apreciar también que estos modelos procesales, en lo decisivo, tienen mucho más de inquisitivo que de acusatorio. En efecto, una de las grandes modificaciones reales de la ola reformista latinoamericana de las últimas tres décadas fue el entrenamiento otorgado a funcionarios negociadores para obtener soluciones acordadas de decisión judicial. Este método de trabajo era prácticamente desconocido por la legislación latinoamericana previa. Pero desde su asimilación se convirtió en el modo mayoritario de obtención de las condenaciones. Dado que esta herramienta judicial constituye un mecanismo para obtener la aceptación de su culpabilidad por parte del imputado, entonces es un instrumento marcadamente inquisitorio (Marafioti). Aquí el fraude de la etiqueta reformista luce en todo su esplendor: la prima donna del sistema acusatorio es una vedette inquisitiva.

Otra de las frustraciones que dejó la marcha reformista analizada, en cuanto se la aprecia más detenidamente, fue el aparcamiento del ideal de mejorar el sistema también en términos de un mayor respeto por el debido proceso y los derechos fundamentales de los acusados. El objetivo dual de eficiencia con garantías quedó reducido a eficiencia a cualquier precio. La productividad del modelo fue medida decididamente a través del aumento del número de condenas que el sistema lograba emitir. Muy ilustrativamente, la Defensora General de la República Argentina (que dirige a los defensores oficiales) ha tenido oportunidad de decir, acerca de este punto de los nuevos procesos latinoamericanos calificados de acusatorios, que “este sistema seguro que es más rápido. El problema es que si hay una defensa débil y con insuficientes recursos materiales y humanos, el sistema siempre es más rápido pero se convierte en una máquina de picar carne” (Martínez).

La organización judicial con su proceso penal es inseparable del derecho penal material y de la política criminal (Maier). En tiempos de una notable inclinación hacia legislaciones penales neopunitivistas no debe sorprendernos que el impacto de esa tendencia político-criminal en el proceso haya sido la búsqueda de mecanismos para obtener más condenas y más rápidamente. Esto supuso un ajuste por recorte, muy importante, de los derechos de los acusados, que era totalmente funcional para poder cumplir con los nuevos deseos de la política de contar con un sistema penal que, en lo integral, sea eficiente en términos de aplicar expeditivamente los castigos previstos para el crimen. La demanda neopunitivista del electorado y de los medios de comunicación han distorsionado la dimensión específica de la jurisdicción. El tribunal penal ha pasado de ser un lugar en el que se juzga, y se absuelve o se condena, a ser un sitio del que sólo se esperan condenas, pues de otro modo sería un gasto público improductivo.

Para reforzar esa tendencia los códigos procesales penales de la ola reformista latinoamericana reciente han sumado, en casi todas las experiencias, al acusador particular junto al acusador público. Esta figura es emblemática del sistema inquisitivo español y no existe en casi ninguna legislación procesal del mundo que no provenga de esa tradición retrógrada. Esto, como otra confirmación del vivir en la mentira, es muy llamativo en unos sistemas aclamados como acusatorios.

La euforia por la víctima y sus derechos, hoy tan en boga como parte esencial del movimiento neopunitivista, lleva el proceso penal hacia mundos francamente insufribles. Uno de ellos es el de la doble acusación por el mismo hecho que es consecuencia de admitir al querellante o acusador particular junto al ministerio público. No por usualmente admitido es también correcto que al imputado lo acusen la presunta víctima y el fiscal en un dos contra uno tramposo que desmiente la comprensión más básica de lo que es un juicio justo celebrado con igualdad de armas. Una situación que muestra también la extrañeza de unas legislaciones  que quieren congraciarse con la víctima sin pagar el costo de eliminar del proceso al ministerio público, pues está claro que el imputado por un hecho debe defenderse de una acusación única por ese hecho. Es sólo un ejemplo de cómo el otorgamiento de mayores derechos a la posible víctima se paga en moneda de disminución de los derechos del imputado (Kindhäuser y Wagner).

Desde el punto de vista de los valores constitucionales vigentes en Latinoamérica, una legislación procesal penal que le otorga la prioridad a las posibles víctimas en desmedro de la protección de los imputados, supone una degradación cultural notable. Es el acto de una sociedad que se desprecia y brutaliza a sí misma por no tener la inteligencia necesaria para resolver sus temores y conflictos de un modo que no sea siempre ampliando el campo de lo punitivo. El recurso al derecho penal es al interior de las sociedades lo que la guerra es a las relaciones interestatales y, por tanto, más que una comprensible sensación de justicia, toda escalada en su utilización debería inspirarnos un sentimiento de vergüenza.

Como conclusión provisional de lo expuesto hasta aquí, que entiendo ha sido la descripción de la trayectoria seguida por las reformas procesales penales latinoamericanas recientes, es posible afirmar que la jurisdicción penal, enredada en las interminables reformas parciales y totales del modelo de enjuiciamiento, ha terminado por ser funcional a un sistema que no ofrece ningún tipo de calidad en el tratamiento y resolución de los casos penales. Las salidas alternativas, sean absolutorias sean condenatorias, cuentan con el decidido entusiasmo de la mayoría de los jueces, relevados así de una gran cantidad de trabajo, en una de las áreas más específicas de su desempeño: juzgar si fue cometido un delito. Salvo las tan gratas como insignificantes experiencias con juicios por jurados, la oralidad de nuestros procedimientos es, en general, un simulacro en el que nadie escucha a nadie, en el que nada importa, en el que nunca se comienza a la hora prevista, en el que jamás declaran todos los testigos convocados, en el que, en fin, la suerte del caso ya estaba sellada de antemano.

Todo ha seguido igual en 30 años de reformas permanentes, un período en el cual hubo jurisdicciones que varían más de una vez su régimen judicial de lo penal, ya fuera por vía del cambio completo del modelo o por medio de tantas reformas parciales que éste fue sustituido totalmente. Y nada funciona bien. Y hay que cambiar todo de nuevo. La jurisdicción penal ha quedado sumergida en un estado de reforma permanente. Pero no se puede vivir así. Es hora de asumir que en el campo del enjuiciamiento penal el tiempo de los eslóganes se ha terminado. A la búsqueda de un modelo de calidad no le sirve de nada anclarse a las viejas dicotomías. Ni inquisitivo ni acusatorio. Ni oral ni escrito. Ni amigable ni adversarial. Ni anglo-americano ni europeo-continental. Todo eso ha muerto ya.

Es tiempo de comprender que el problema no es la ley de enjuiciamiento, sino que el inconveniente, que debe ser reparado, está en el formato de autoridad pública que se ocupa del enjuiciamiento. Audazmente, en lo que queda, me atrevo a proponer dos pasos sucesivos para mejorar ese formato.

Hacia fiscales y jueces inamovibles pero no permanentes para la República Argentina?

La hipótesis para someter a experimentación ahora es la siguiente: el carácter transitorio de los oficios judiciales asegura la independencia, la imparcialidad y la objetividad del juicio penal cuanto menos igual —o quizás incluso mejor— que el modo permanente, siendo que, además, la condición temporal ofrece otras ventajas adicionales para mejorar la calidad del desempeño de la judicatura.

No es preciso aclarar que el análisis se dirige de modo exclusivo a la jurisdicción penal tal como se desenvuelve en Argentina y, posiblemente, se trate de una iniciativa cuya audacia es proporcional al insostenible desempeño de esa jurisdicción (en general, naturalmente, pues hay numerosos funcionarios de lo penal que se desempeñan correctamente y que se ven involucrados en una universalización que es inevitable para el análisis del problema, como inevitable es también la injusticia de que, por consiguiente, se vean incluidos en la calificación de poder judicial decepcionante).

Las observaciones formuladas en este punto lo son, por supuesto, de lege ferenda, dado que requieren una reforma gigantesca del derecho constitucional, judicial, procesal, con el obstáculo adicional de que necesariamente afectarán las demás ramas de la judicatura, aunque la intuición señala que, si esa reforma es deseable, lo debería ser también para éstas.

Según una tradición muy arraigada los oficios judiciales deben tener una duración permanente para asegurar la independencia del juicio. Jueces y fiscales, al estilo de casi todas las normativas argentinas y mundiales, duran en sus cargos lo que dura su buen comportamiento, con lo cual, con buena letra, seguirán en el puesto hasta su renuncia o muerte. Es una idea de los pensadores ingleses que a partir del siglo XVII comenzaron a consolidar en declaraciones un estado constitucional de derecho fundado en la estricta separación entre los departamentos del poder público con una especial preocupación por garantizar la independencia del tercero.

La democracia en América tuvo en Hamilton al paladín del carácter permanente del cargo judicial mientras dure el buen comportamiento del magistrado (art. III, secc. 1 de la Constitución Federal de los EE.UU.: “The Judges, both of the supreme and inferior Courts, shall hold their Offices during good Behaviour”; principio que fuera recortado, traducido y pegado en el hoy art. 110 de la CN argentina).

Con este criterio, como es obvio, se pretende asegurar la independencia judicial, pues una vez designado en el oficio el juez no necesita tener un buen comportamiento con los demás poderes para renovar su cargo, algo que podría suceder con los puestos temporales.

Esta modalidad permanente tendría también la ventaja de contar con funcionarios de alto profesionalismo y serviría además para proteger su independencia también frente a otras presiones distintas de las de los demás poderes públicos y ante el cambiante humor del electorado, aunque ello implique una devaluación, en términos democráticos, de la fuente de procedencia de estos funcionarios, puestos así a cumplir la célebre meta de ser el poder contra-mayoritario.

Jefferson, por el contrario, fue el defensor del carácter electivo y temporal de los puestos del poder judicial y de la fiscalía fundado en la idea contraria, es decir, que el sometimiento periódico de esos funcionarios al escrutinio popular tendría mejores cartas para garantizar el buen comportamiento, también en términos de independencia, del poder judicial.

Aquí se sugiere, en cambio, ir por una tercera vía: ni permanente ni renovable. Admitiendo que el carácter renovable, en efecto, no garantiza convenientemente la independencia judicial, es expuesta a continuación la desconfianza en que ello esté asegurado por el modo permanente del cargo.

En la historia argentina reciente hay experiencias robustas que demuestran que la independencia de la judicatura penal respecto del poder ejecutivo brilló por su ausencia cuando más se la necesitaba: los crímenes de gobierno. La elaboración oficial de esos delitos (por su complejidad, gravedad y por ocasionar siempre ganancias y pérdidas al gobierno del momento) supone un dolor de cabeza para todo poder judicial independiente que deba fundar sus decisiones en la ley aplicable a los hechos debidamente probados. Que la injerencia de los gobiernos en supuestos de este tipo sea difícilmente evitable no equivale a que sea legítima ni a que las resoluciones judiciales dictadas bajo esa influencia sean correctas.

Un primer ejemplo es el de los crímenes contra la humanidad cometidos por el último estado dictatorial argentino. Respecto de estos hechos punibles de la dictadura de 1976-1983, al tiempo de su perpetración, no existió prácticamente averiguación judicial alguna, a pesar de su gravedad y de que se trató de delitos masivos. Más allá de que incluso hoy se enjuician hipótesis de participación de funcionarios judiciales en los hechos, lo destacado para este trabajo es que el poder judicial no se interesó en el momento por los crímenes cometidos por los tiranos de aquel entonces. Durante el gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989) se debió iniciar por decreto la investigación de estos crímenes aunque eran notorios y a pesar de que el régimen de represión penal actúa obligatoriamente de oficio bajo el sistema de la acción pública. El legislativo de aquel momento limitó, por iniciativa del ejecutivo, el enjuiciamiento así iniciado con normas que cancelaban los alcances de la responsabilización penal de los autores (leyes conocidas como de “punto final” y “obediencia debida”) y el poder judicial (salvo pocas excepciones) convalidó la constitucionalidad de esas leyes, incluida la Corte Suprema. Después de las escasas condenas que sí pudieron ser dictadas, el gobierno de Carlos Menem (1989-1999) recurrió a sus facultades de gracia para indultar a condenados y también a imputados remanentes. La constitucionalidad de los indultos fue avalada mayoritariamente por el poder judicial, también por la Corte Suprema. Tanto las leyes de impunidad como los decretos de indulto, mucho tiempo después, fueron declarados jurídicamente ilegítimos por el poder judicial, inconstitucionales y privados de todo efecto. Esto comenzó en 2001 aisladamente y sólo se masificó en los estrados judiciales cuando el gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) dejó en claro abiertamente que el ejecutivo impulsaba la privación de todo efecto a las leyes de impunidad y que pretendía el consiguiente enjuiciamiento de todos los imputados. La invalidez e inaplicabilidad de las leyes de “punto final” y “obediencia debida” y de los decretos de indulto fue decidida por todos los tribunales y, desde 2005, avalada en todos los casos por la Corte Suprema (Pastor [2014]).

Algo similar sucede con los casos llamados de corrupción (delitos de gobierno contra el patrimonio público). Aparentemente resulta muy difícil que esos hechos sean investigados por el poder judicial durante el mandato de los funcionarios de gobierno sospechados de cometerlos. Sólo tras el cambio de gobierno esos delitos comienzan a ser procesados, quizás ya demasiado tarde.

Estos ejemplos permiten trazar algunas hipótesis de trabajo. En primer lugar, resulta plausible la idea de que los crímenes del gobierno de turno no son investigados por el poder judicial mientras sus supuestos autores siguen en el poder. Además, en segundo lugar, el alcance de las investigaciones judiciales posteriores parece depender de los deseos del gobierno de ese momento. En tercer y último lugar, se percibe un posible alineamiento entre la voluntad del gobierno de turno respecto del tratamiento judicial de esos hechos y lo realmente decidido por la judicatura en los casos concretos. Ahora bien, es posible —y por eso hablamos de hipótesis— que estas alineaciones entre poder judicial y gobierno de turno no tengan nada de dependencia, sino que se trate de decisiones judiciales todas correctas que sólo casualmente coinciden con los intereses del gobierno de turno (Pastor [2014)].

La independencia de jueces y fiscales parece haberse ido a pique en estas experiencias en razón de cierta sumisión casi consustancial del judicial al ejecutivo. Una dependencia que el carácter permanente de los cargos, evidentemente, no logró conjurar, pues a pesar del buen comportamiento el puesto se puede perder por la nada infrecuente posibilidad de manipulación que los otros poderes hacen (con la consecuente presión) de los mecanismos de destitución de unos funcionarios que, de modo comprensible, están, como decía Constant, “siempre temiendo perder la plaza”.

Por el lado opuesto, la inexistencia de una organización judicial horizontal introduce la noción de carrera funcional en la magistratura, por lo cual, si bien es posible que gracias al modelo permanente el juez no tema a la destitución si no se comporta bien con el ejecutivo, sí deberá ir olvidándose de obtener un ascenso.

En fin, en países de precaria legalidad democrática, los poderes ejecutivos, con mínima intervención del parlamento o de los consejos judiciales, dominan mayormente la carrera de jueces y fiscales, exigen un absoluto compromiso con el gobierno a aquellos que van a designar en puestos claves de la función (competencia para investigar los crímenes de gobierno), tienen un poder de veto absoluto respecto de la postulación de quienes son considerados indeseables para ocupar esos cargos, utilizan las suplencias prolongadas para integrar los puestos libres con adeptos o, cuanto menos, con funcionarios sin estabilidad que sufren una continua vigilancia de la que depende su futuro y, finalmente, cuentan con el dominio de los mecanismos de destitución de aquellos que no responden al disciplinamiento (Pastor [2014]).

Todo esto muestra que uno de los campos en los que es necesaria una actualización de la judicatura penal es en el de su independencia de los demás sujetos públicos, de modo de poder someter la delincuencia de éstos, que es la que más justifica la existencia del poder judicial, a una investigación eficaz y a la imposición de los castigos correspondientes si fuera el caso. De otro modo, la judicatura penal sería algo sólo residual.

Ante ello parece preferible que la designación de jueces y fiscales sea efectuada para un período limitado de tiempo, durante cuyo ejercicio, desde ya, el oficio es inamovible como siempre (mientras dure la buena conducta del funcionario). Es lo que se conoce como inamovilidad transitoria (Sagüés) o estabilidad relativa del cargo (Ferreyra). Según lo que arrojan las experiencias del derecho comparado esa duración podría situarse entre unos seis y nueve años. La designación no debe ser renovable ni estar determinada por elección popular, sino por un consejo del poder judicial de adecuada representación política. El funcionario saliente podría postularse nuevamente para un puesto en el ministerio público o en un órgano más propiamente judicial después de transcurrido un lapso similar al de la duración del cargo. Las designaciones deberían ser efectuadas escalonadamente para evitar toda coincidencia cronológica con el mandato del ejecutivo y la duración de cada legislatura.

No es ciencia ficción. Casi todos los tribunales constitucionales de Europa establecen un tiempo de nueve años para la duración del mandato de sus jueces (p. ej. art. 159.3 de la CE). Igualmente nueve años, sin posibilidad de reelección, dura el mandato de los jueces de la Corte Penal Internacional (ECPI, art. 36.9.a). Los magistrados de la Corte Suprema de Uruguay, la Democracia de mayor calidad de nuestra región, permanecen en el puesto hasta un máximo de diez años (Constitución de la ROU, art. 237, que permite que vuelvan a ser elegidos tras una vacancia de medio tiempo [cinco años]). En el caso de fiscales, hay ejemplos más cercanos: el Fiscal General de Córdoba tiene un mandato de 5 años y puede ser designado nuevamente (art. 173 de la CPC); el Fiscal General de la ciudad de Buenos Aires dura en su puesto siete años pudiendo ser reelegido con intervalo de un período completo (CCABA, art. 126).

Por supuesto que la judicatura temporal tiene sus desventajas. Crea incertidumbre laboral en las personas que ocupan esas plazas judiciales (como sucede con los cargos políticos del ejecutivo y del legislativo, trabajos que, por buenas razones democráticas, son de días contados). Por conducto de esa situación, las preocupaciones por el futuro del empleo pueden afectar el desempeño del oficio en el presente. Quizás se podría sentir, también, un debilitamiento del profesionalismo que dan los años trabajando siempre en la misma empresa, aunque esto tal vez no sea algo digno de alabanza.

Las ventajas parecen superiores. En términos de independencia, quien de todos modos en unos años se irá a la calle no puede ser amenazado eficazmente con un posible adelantamiento de ese estado. El magistrado temporal está mucho mejor preparado para resistir las presiones, en razón de su desinterés e indiferencia para seguir perteneciendo al grupo, incluso de modo vitalicio si las vicisitudes del oficio y el cuerpo se lo aguantan. Este sería para él un futuro imposible, así que nada de someterse para seguir adelante o para seguir más cómodamente adelante, sin tantas fricciones.

Esta propuesta tiene como música de fondo, además, un cierto espíritu de jurado, dado que suma a los jueces populares accidentales, que actúan en una fase determinada del proceso penal, unos jueces profesionales no permanentes para la toma de todas las decisiones judiciales que no son de competencia exclusiva del jurado. Una judicatura de duración limitada sería también la más horizontal de las organizaciones judiciales horizontales.

Otra mejoría para la función judicial que trae este modelo es la limitación, también temporal, del poder. Especialmente en materia penal que unas personas dispongan de semejante poder sobre sus conciudadanos ya es un mal en sí mismo, aunque un mal necesario (esa inevitable arrogancia de juzgar a los demás de la que habla Andrés Ibáñez). Ahora bien, si siendo malo, es breve, no es tan malo. Es una lección básica de democracia. Una aplicable sin excusas desde que una pareja tramposa —la de permanencia es independencia— quedó desenmascarada.

No sobran las palabras publicadas en El País de 5/11/2017 por Innerarity: “Este carácter disperso, extra-oficial, distribuido, caótico y limitado del poder, tiene una dimensión positiva que ha de interpretarse como el resultado más o menos intencional de una larga marcha de la humanidad por descentralizarlo. En la democracia el poder está en todas partes y en ningún sitio, en el sentido de que no pertenece propiamente a nadie, ni siquiera a los que lo ejercen. Las democracias tienen procedimientos para que nadie ocupe ese lugar, para someterlo a la confirmación popular o revocarlo. Para que el poder sea democrático no puede ser monopolizado ni estabilizado para siempre, ni capturado por nadie. El poder es un lugar de tránsito e inestable, que se ejerce pero no se detenta y que generalmente se realiza de manera acordada, limitada y compartida. Debemos a Claude Lefort la mejor explicación, a mi juicio, de este estado de hechos cuando definía el poder en una democracia como un lugar vacío. El poder no pertenece a nadie; es un lugar ocupado solo provisionalmente”.

La rotación  en el cargo, un tiempo fiscal o juez, un tiempo ciudadano, sin los desmedidos privilegios y poderes del estamento judicial de modo permanente en las mismas personas, sin lugar a dudas dará lugar a funcionarios más empáticos, más comprensivos, más conocedores de la realidad cotidiana de sus compatriotas, a la sazón, sus justiciables. Hoy, justamente por la inamovilidad permanente, jueces y fiscales están colocados en unas torres de marfil opulentas, muy fortificadas y con alto poder de fuego. Viéndolo desde allí, según se percibe demasiado a menudo, es evidente que no entienden el mundo que juzgan. No obstante, es posible que este déficit de empatía sea, en un juez, una virtud, o, si es un defecto, quizá exista otro modo de superarlo, aunque yendo hacia mundos todavía más inquietantes (pero muy atractivos).

¿Hacia un juez máquina de la ley???

Hay una célebre anécdota de Albert Einstein, quien al ser consultado acerca de cómo creía que sería la tercera guerra mundial respondió que no lo sabía, pero que sí sabía que la cuarta sería con piedras y lanzas. Así también la judicatura penal de la actualidad, producto de la reciente ola reformista, no permite que se la califique categóricamente como inquisitiva, acusatoria, mixta o adversarial, de primera, segunda o tercera generación. Pero sí es posible soñar acerca de cómo será la judicatura penal de la próxima generación: una máquina judicial.

Las regulaciones jurídicas siempre van muy por detrás de la evolución de todos los aspectos de la vida, de los individuales, de los sociales, de los económicos, de los políticos y de los técnicos; pero no se puede atrasar tanto en tiempos de una revolución tecnológica de vertiginoso crecimiento exponencial.

En tanto que la tarea del poder judicial de lo penal siga siendo resolver por medio de pruebas válidas el signo verdadero o falso de las afirmaciones y refutaciones de las partes acerca de todos los factores relativos a la posibilidad de aplicar a un persona, de modo formalmente impecable y materialmente correcto, las consecuencias jurídicas correspondientes por su responsabilidad en un hecho punible, la tecnología disruptiva presente y futura no puede ser dejada abajo del escenario del enjuiciamiento penal.

Si bien el aporte técnico va a ser decisivo en la configuración del proceso penal del futuro en todo el mundo, esta contribución resultará especialmente útil en el ámbito latinoamericano debido a que en la región, en general, la calidad de los procedimientos penales ha sido y sigue siendo decepcionante. Esta percepción está avalada por el estado de reforma permanente que, con grados y matices diferenciales, se vive en Latinoamérica, como ya fue señalado, desde las últimas décadas del siglo pasado hasta el presente.

La situación, entonces, enfrenta al ideal de excelencia señalado dos párrafos antes con el pesar descripto en el fragmento anterior. Las quejas se refieren a la burocratización de las etapas del enjuiciamiento, a la proliferación de instancias, a la baja calidad de las resoluciones judiciales, a la falta de garantías de independencia e imparcialidad frente a presiones de los sujetos públicos y de los medios de comunicación y a la excesiva duración de los procesos. Precisamente a esto último se le respondió con unas reformas, en toda la región, que han buscado la aceleración de los procesos a cualquier precio (la ya vista reintroducción del inquisitivo por vía de la justicia negociada). Los casos terminan más rápido, pero no terminan mejor en términos de calidad sustantiva y formal.

De modo que, como dijo Oscar Wilde, que el descontento sea el primer paso para el progreso. Es el tiempo, por consiguiente, para pasar de “la máquina de picar carne” a la máquina de juzgar. Pues “es probable que ordenadores lo bastante potentes para entender y superar los mecanismos de la vejez y la muerte lo sean también para reemplazar a los humanos en cualquier tarea” (Harari).

El procesamiento y resolución de un tipo especial de controversias sociales, las que se judicializan ante las autoridades penales, es desarrollado por medio de un régimen de reconocimiento y aplicación de las pautas que gobiernan la ejecución de las tareas específicas del proceso penal: verificación de unos hechos concretos (datos) que son sometidos a un sistema normativo (más datos) para obtener un resultado (la decisión judicial). Un tipo de labor que, precisamente por esa mecánica de implementación, permite imaginar la posibilidad de que pueda ser efectuada por métodos informáticos, en tanto que todo sistema de algoritmos se dedica a resolver problemas mediante el reconocimiento de patrones en el marco de un flujo de datos.

Ricardo Guibourg se adelantó, con elegancia y acierto, a teorizar acerca de los vínculos entre el mundo jurídico y los dispositivos tecnológicos que podrían mejorar en todos sus aspectos la práctica del derecho, vislumbrando, todavía entre las brumas que deja toda utopía cuando se retira, que los procedimientos judiciales podrían ser informatizados y que, también posiblemente, serían en gran medida mejores que los llevados a cabo de modo exclusivo por seres humanos.

Es por ello que en el futuro el formato del proceso penal va a ser determinado por las nuevas herramientas informáticas que ofrezca la revolución tecnológica, en especial a través del desarrollo de la inteligencia artificial. Imprescindibles para entender esta evolución imparable son los ensayos de Juan Corvalán, un pensador que se ha colocado hoy a la vanguardia del estudio del impacto de la inteligencia artificial en el sistema jurídico y político, con especial referencia a aplicaciones concretas para el proceso judicial y la protección de los derechos humanos frente al avance de la tecnología (el lado luminoso y el lado oscuro, respectivamente, de la inteligencia artificial). Este autor, que desarrolló Prometea —una aplicación de inteligencia artificial predictiva al servicio de la judicatura—, califica a la irrupción de la inteligencia artificial como la revolución de las revoluciones.  

Las ciencias de la vida ven hoy a los seres humanos  como algoritmos bioquímicos capaces de producir algoritmos electrónicos cada día más complejos. Los jueces, puestos en su papel ideal, deberían ser unos seres humanos que resuelven controversias judiciales por medio de regímenes muy refinados de  procesamiento de datos que siguen patrones preestablecidos y de reconocimiento sencillo. En consecuencia, es pertinente pensar que esta gestión pueda ser realizada, cada vez más y cada vez más eficientemente, por sistemas automatizados, capaces de hacer frente mejor que los humanos a los inmensos flujos de datos que actualmente deben manejar los jueces para transformar todos esos datos en decisiones judiciales, según unos patrones predeterminados y de relativamente fácil identificación. El rendimiento del poder judicial es, sin refutación posible, muy deficiente. Los avances tecnológicos mejoraron y seguirán mejorando todos los ámbitos en los que se desenvuelve la vida cotidiana, tanto en lo individual como en lo grupal y social. Es insostenible, así, mantener un poder judicial con procedimientos tan atrasados en un mundo de procedimientos tan avanzados.

De hecho, en el campo del derecho penal, la cuestión ya no es una novedad y la legislación se ha debido actualizar para poder ocuparse de los delitos cibernéticos. También en el derecho probatorio se ha avanzado bastante en materia de prueba digital. De este modo, ¿por qué no imaginarnos que también la gestión del proceso judicial puede ser completamente transformada por la tecnología aplicable actual y futura?

Rubén Ortiz, al tratar el empleo de machine learning al trabajo de los juristas, se ocupó, en una entrevista reciente, de advertir que “el mundo del derecho está viendo cómo llegan al sector nuevas aplicaciones, basadas en potentes desarrollos de inteligencia artificial, que ofrecen a sus profesionales revolucionarias ayudas para su trabajo”. Este “vertiginoso crecimiento de la capacidad de procesamiento está permitiendo gestionar en tiempo real el creciente volumen de datos disponibles, y ejecutar la algoritmia capaz de entender e interpretar esa información, identificar la relevante, tomar o proponer decisiones y poder además ser entrenada para mejorar”.  

En consecuencia, la misión judicial de resolver las controversias de su competencia puede, entonces, ser mejorada gradualmente aprovechando los inventos de las tecnologías disruptivas. En una primera fase deben ser empleados mayores y más eficientes medios para perfeccionar la gestión administrativa de los procesos (oficina judicial digital), algo que, en mayor o menor medida según los sitios, ya es una realidad. En la segunda etapa deben ser desarrollados sistemas de consulta rápida y precisa de toda la información relevante para el tratamiento y resolución de los casos, una función de oráculo de los jueces —el proyecto Prometea de Juan Corvalán— que consiste en analizar y presentar informáticamente al operador la información precisa para resolver el caso proyectando incluso la posible resolución judicial (labor “de apoyo en la toma de decisiones”, como la llama Muñoz Lavasier). Finalmente, deberán ser hechos todos los preparativos necesarios para contar, de ser posible, con un juez artificial que conozca de las causas judiciales y tome las decisiones. Una máquina de juzgar, un juez computadora de la ley, algo todavía quimérico sólo para quienes no sepan todavía que casi todo lo que hoy es indispensable para nuestras vidas era quimérico en el pasado, incluso en el pasado muy reciente.

Se podría cumplir así con un sueño de Maier: la organización judicial horizontal, pues no habría máquinas de primera, de segunda y demás instancias. Naturalmente que la posibilidad de contar con máquinas expendedoras de resoluciones judiciales, que operen por medio de sistemas de algoritmos, nos lleva, ante todo, a la idea de una tiranía del programador. Pero será una limitada. Por supuesto que quien decida con cuáles datos decisivos (esta interpretación de la ley o aquella) va a trabajar el programa previsto para resolver automáticamente una pretensión procesal dada, el juez operador del sistema, tendrá la primera y la última palabra en el asunto. Sin embargo, no serán palabras caprichosas. No es posible detenerse aquí más detalladamente sobre este interesantísimo asunto. Asimismo, es posible que algún tipo de control de la decisión tenga que ser considerado, con todos los problemas ya conocidos que la idea de revisión renueva. En todo caso, la máquina debería ser programada por los actuales jueces de última instancia (únicos que sobrevivirían a este futuro todavía distópico sin juzgadores de carne y hueso).

Una máquina de juzgar, en otro plano igual de controvertido, también derriba las necesidades de fundamentación de la sentencia: una calculadora no explica cómo y por qué llegó a ese resultado, sino que opera como un jurado clásico.

No es posible cerrarse a las innovaciones como no es sensato pensar que todas son maravillosas. Situados en el centro hay que representarse escenarios futuros posibles y ver honestamente si lo inventado o desarrollado por la tecnología disruptiva sirve para que se cumplan nuestras demandas de mejoramiento de las funciones judiciales. Si no sirve, quedarán aparcadas a un lado esas innovaciones. Pero si sirven deberán ser aceptadas e implementadas. Los médicos ya lo hacen y salvan más vidas que antes. La posibilidad de un juez máquina de la ley que trabaje correctamente según nuestros valores políticos y jurídicos fundamentales es una utopía para realistas (Bregman). Como dijo Keynes, la dificultad no estriba en las ideas nuevas, sino en escapar de las viejas. ¿O será que en el medio de lo judicial hacer las cosas mejor es algo que no interesa tanto?

En conclusión, no es razonable pensar el cumplimiento de todas las funciones típicas del trabajo judicial sin el aporte de los progresos tecnológicos recientes. Si los fines del proceso penal, declamados de modo similar en todas partes, son asumidos como verdaderos con toda convicción, la mirada tiene que ser colocada decididamente en los aportes que la tecnología está generando para cumplir con ellos. Especialmente porque, hasta hoy, tanto los sistemas inquisitivos como los acusatorios y los mixtos, de la generación que sean, se han dedicado mayormente a traicionarlos.

En homenaje a la autora de Frankenstein fue diseñado con el nombre Shelley un programa de inteligencia artificial cuyos algoritmos escriben con bastante éxito relatos de terror (Paniagua [2017]). Entonces, ¿Por qué no podrían los algoritmos dictar sentencias penales?

Bibliografía

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[1]? Este capítulo anticipa algunos desarrollos de una investigación sobre el tema que el autor está realizando con Martín Haissiner en el ámbito del Departamento de Derecho Penal y Criminología de la Universidad de Buenos Aires. De allí que estas líneas se limiten a presentar la tesis en cuestión.

[2]?? Este capítulo adelanta algunos desarrollos del trabajo titulado “¿De la tecnología disruptiva al juez cibernético?” que el autor está elaborando con Martín Haissiner en el ámbito de investigaciones realizadas en el Instituto de Neurociencias y Derecho de la Fundación INECO (http://www.fundacionineco.org/institutos/#inede) y en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires en el marco del Proyecto UBACyT 20020150200111BA sobre Neurociencias y Derecho Penal.

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