Episodio 5: La sabiduría está del lado del acusado (a propósito de la denominada Ley de las víctimas)
Por Daniel R. Pastor- Un juego sin tronos
El tratamiento jurídico de las presuntas víctimas de hechos punibles se desagrega en múltiples sectores del ordenamiento, desde la Constitución, que ni las menciona, al Código Penal, que las tiene de principal protagonista, pasando por el proceso judicial, el derecho resarcitorio, los contratos de seguro, las reglas para la asistencia médica y psicológica y, finalmente, leyes específicas para las víctimas.
En lo que toca al sistema penal, no hay nada más que una cadena de infortunios. A la desgracia, muchas veces trágica, de quien sufre un delito —y a la de sus allegados— le sucede la desgracia de quien sufre proceso y quizá castigo por haber sido encontrado culpable de ese delito, todo lo cual afecta también a sus allegados.
Quien es autor de un hecho punible ejerce siempre, aunque en distintos grados, violencia contra la víctima. Los funcionarios estatales involucrados en el sistema penal ejercen siempre, aunque en distintos grados, la fuerza pública contra imputados y condenados. En ambas situaciones unas personas quedan a merced del poder de otras. En ambas situaciones unas personas hacen sufrir a otras[1]. Naturalmente, el delito es ilegítimo y la reacción pública legítima. Esto no llega a ser desmentido, todavía, por un ejercicio demasiado habitualmente demasiado desviado del poder penal del Estado, ni por el hecho, entre otros, de que las penas privativas de la libertad se ejecuten en condiciones abiertamente inhumanas ni por el derecho, entre otros, a que el imputado de un delito sea considerado oficialmente un no culpable y tratado como tal por todos y durante todo el recorrido del proceso penal.
Lo decisivo es, simplemente, que la violencia pública tiene que ser considerada con respeto, moderación y cuidado. Un juicio penal no es una fiesta a la debamos acudir extasiados, las condenas penales no pueden ser motivo de celebración. El enjuiciamiento del sospechoso y la condenación de culpable son una manifestación de brutalidad. Una brutalidad inevitable justificada como reacción a la evitable brutalidad del autor del hecho.
Por eso el sistema penal es descripto, según la clásica figura de Binding, como un instrumento que pretende curar una herida ocasionando otra. Dicho más dramáticamente, pero no de modo menos célebre, el derecho penal es un mal necesario, al menos hasta que la humanidad desarrolle algún otro modelo para oponer a la criminalidad —o, por qué no, para controlarla— que sea menos deprimente. Mientras tanto, la decepción por no haberse superado todavía este estilo de reglas y castigos comporta también la frustración por no haberse, tampoco, impedido la arbitrariedad en el ejercicio del brutal poder punitivo del Estado.
Comoquiera que sea, no hay entonces nada bello o cortés en juicios y condenas. El sistema penal no es un juego glamoroso, es sólo una amarga necesidad, pero una muy peligrosa, pues otorga a unas personas un enorme poder de destrucción sobre la vida de otras. Un poder que es similar, en su arrogante facticidad, al que aplican sobre sus víctimas los victimarios, pero que es peor todavía si resulta aplicado de modo desviado, con alegre indiferencia por el derecho y las pruebas, por aquellos que, como decía el buen marqués, deberían temblar al disponer de las vidas y haciendas de los hombres.
- La ley de la víctima
La declaración de von Liszt, “el código penal es la magna charta del delincuente”, destaca la buena técnica democrática de limitar el uso del poder penal público para hechos y sanciones previstos con tal exactitud que el abuso de autoridad pareciera descartado. Más allá de que fuera sólo una saludable tendencia, los tiempos actuales, que reparten más cartas a la víctima que al autor, han devaluado bastante la jerarquía del código penal y, en Argentina, incluso la han pesificado por medio de una legislación punitiva que va de lo incierto a lo incomprensible sin perder nunca la dirección hacia el caos.
Pero el código penal es, su parte especial sobre todo, una ley de las víctimas[2]. La sanción atribuida a cada conducta delictiva pretende disuadir a todos, claro que algo toscamente, de cometer esos atropellos contra los demás. Si no consigue disuadir, entonces administra la pena al autor del hecho concreto, lo cual refuerza la disuasión en los otros y brinda a la víctima una respuesta estatal en forma de aplicación de la consecuencia que legalmente corresponde a ese delito. Lo demás son valoraciones metajurídicas (si con el castigo se hizo justicia, si la pena impuesta efectivamente satisfizo a la víctima, si fue algo reparador para ésta o si no fue nada de esto).
La legislación de las figuras delictivas es así el lugar de la víctima en el mundo del poder penal del Estado. Hay una objetivación de lo que va a ser considerado punible que es previa a que el hecho sea cometido y que también objetiva anticipadamente cuál será el tipo y la extensión de la pena si el delito es perpetrado. En un sistema punitivo ajustado al Estado constitucional y democrático de derecho esa reacción, violenta y brutal, es suficiente frente al sufrimiento de la víctima. Toda otra respuesta estatal impide que pueda ser mantenido el delicado equilibrio que debe existir en el tratamiento oficial de los casos penales.
Sin embargo, saltándose ese sano equilibrio objetivo entre presunta víctima y supuesto autor, hoy todos están del lado de la víctima. Claro, ¿cómo no estarlo?, si es la víctima. Los jueces le creen más a la posible víctima que a los acusados, los medios presionan por resoluciones judiciales que ratifiquen la condición de víctima de la víctima y los llamados organismos de defensa de los derechos humanos defienden en el proceso penal víctimas, aunque, p. ej. en la Convención Americana de Derechos Humanos, éste protagonista del drama penal no es nunca mencionado.
En el sistema penal la víctima pasó de ser un convidado de piedra a gobernarlo todo[3]. En lugar de otorgársele facultades para estar informada del proceso y ser judicialmente bien tratada, se la puso al mando[4]. Ello porque, como sostiene del Molino, la figura de la víctima es un arquetipo que, formado desde los prejuicios, es empleado como arma de control social[5]. Su peso electoral es inmenso. La víctima tiene buena prensa y, por consiguiente, es un factor político muy atractivo al que se satisface mucho con poco costo (unos aumentos de penas, la creación de nuevos delitos, unas restricciones de la libertad durante el proceso, más poderes en los procesos judiciales, etc.). Esto ha llevado a una verdadera victimocracia[6] en la cual unas víctimas totalmente fuera de control dominan la escena, hacen las leyes, llevan a que los jueces hagan juicios al gusto de éstas y que la prensa organice linchamientos mediáticos contra imputados y condenados. En palabras de Pitch, una concepción personalística de la justicia penal cuya prioridad es la satisfacción de las exigencias de las víctimas antes que el respeto de las garantías de las personas imputadas[7].
Como parte de esa exagerada tendencia pro-víctima la República Argentina tiene una nueva norma, redundante, al respecto: la ley 27.372 denominada Ley de derechos y garantías de las personas víctimas de delitos[8] Su texto es, ante todo, una interminable sucesión repetitiva de buenos deseos y bonitas declamaciones que nadie puede objetar; sería como criticar un derecho a la felicidad. Claro que, lo de garantismo para los acusadores suena demasiado ignorante. No trataré ningún detalle de este nuevo código fuera de los códigos. Me concentraré solamente en mostrar que, en lo ideológico, es una ley tan equivocada como infracultural.
- En el nombre de la víctima
El art. 5.° de la ley 27.372 está dedicado a los “Derechos de la víctima”, la mayoría de ellos a ejercer en el proceso de investigación del delito y posible enjuiciamiento del presunto autor. Nuestro modelo ideológico de proceso penal (CN, art. 18), que responde a la arquitectura ilustrada de los estados constitucionales y democráticos de derecho respetuosos de los derechos humanos y de los derechos fundamentales, establece que “Nadie puede ser penado sin juicio previo”[9]. Esto significa que sólo con la sentencia condenatoria firme una persona puede ser considerada responsable por un hecho punible. Por consiguiente, éste es el único instrumento en el que confía la Democracia para afirmar, con conocimiento de causa, que efectivamente fue cometido un delito. En consecuencia, hasta ese momento no hay alguien que jurídico-penalmente pueda ser considerado la víctima de ese hecho.
Es una cuestión ideológica[10]. Si realmente fue perpetrado un delito, supongamos un robo con armas, el autor es autor y la víctima es víctima. Ellos lo saben como lo saben los testigos presenciales. Pero no lo sabe el Estado, que por eso va a llevar a cabo un proceso de conocimiento para saber si hubo un delito, si hay una víctima y si hay un culpable. El Estado, en esto, parte de la idea de que no sabe. Tan cara es esta idea, que si de antemano ya sabe, habrá echado a perder, al menos, esa ocasión de juzgar (el juez testigo no puede seguir siendo juez).
Se trata de una epistemología adecuada a esa ideología[11]. En este teatro, hasta que no recaiga condenación en firme, nadie llama autor al autor, aunque lo sea, ni puede tratárselo como si lo fuera. Sería un escándalo que en la apertura de un juicio el tribunal convocará al autor del delito a defenderse, a dar su versión de los hechos, a invocar sus pruebas. La ideología y la epistemología del proceso penal hacen que convivamos naturalmente con un personaje del proceso que se llama imputado o acusado, no autor.
Resultado matemático de ello es que en ese proceso penal, el del Estado constitucional y democrático de derecho, no se pueda llamar víctima a la presunta víctima, aunque realmente lo sea. Tampoco es razonable sostener que, durante un proceso judicial llevado a cabo para saber si la víctima es víctima, se hable de revictimizarla cuando todavía no se sabe si desde el punto de vista procesal en verdad fue víctima ya una primera vez.
Por tanto, corresponde a otro sistema jurídico —y no al de la Constitución Nacional (arts. 18 y 75, inc. 22)— una ley como la 27.372 que otorga a la víctima (y no a la presunta víctima) derechos para ejercer en el proceso penal en el cual se conocerá si en efecto es o no víctima[12].
No es una cuestión terminológica. Autor y víctima —ya está dicho— son los personajes del código penal. En el proceso, hay imputado y denunciante o querellante (a lo sumo presunto ofendido), quienes tal vez lleguen a ser autor y víctima, o no. Por eso es un error llamar víctima a quien jurídico-procesal-constitucionalmente no lo es todavía (aunque en realidad lo sea), lo mismo que no es autor, con ese alcance normativo, el imputado (no obstante que quizá lo sea). El tratamiento consumado que esta ley le brinda al presunto ofendido, “ya es víctima”, no es sólo inadecuado, sino también contrario al principio de inocencia. Hablar de víctima implica, necesariamente (nomen est omen), tratar y presentar al imputado como culpable[13].
Deberíamos estimar escandaloso que en el juicio penal el tribunal convoque a la víctima del delito a dar su versión de los hechos. Si la que pasa al estrado es la víctima, entonces —dicho como se dice en jerga judicial— la suerte del pleito ya está sellada. Lo mismo si, en su caso, ni siquiera es llamada al estrado para evitar que sea revictimizada.
La ley, además, inventa víctimas que tampoco lo son, pero que nunca lo serán. El párr. b) del art. 2.° considera víctimas al “cónyuge, conviviente, padres, hijos, hermanos, tutores o guardadores en los delitos cuyo resultado sea la muerte de la persona con la que tuvieren tal vínculo, o si el ofendido hubiere sufrido una afectación psíquica o física que le impida ejercer sus derechos”. Aquí hay directamente una mentira: esas personas no son víctimas ni llegarán a serlo incluso en el caso de que el imputado sea condenado por ese delito. Esto es independiente de creencias, sentimientos y emociones. Si el régimen procesal permite la acusación particular, esas personas pueden ser admitidas como tales en esos supuestos, pero no son ni serán sujetos pasivos del hecho punible en cuestión, única acepción de víctima con relevancia jurídico-penal.
El tratamiento correcto es hablar de presunta víctima, de querellante, de acusador particular, de supuesto ofendido. Al menos en un sistema de enjuiciamiento penal que tiene como punto de partida, respecto de un hecho procesalmente incierto, no saber si hay un autor y una víctima. En lo que más cuenta de esto, un acusador es alguien a quien se le puede denegar sus pretensiones, algo bastante más difícil de hacer respecto de quien la ley ya afirma que es víctima.
En el enjuiciamiento penal no hablar de víctima ni de autor es un deber jurídico. Es una regla de tratamiento procesal a la que no le importa la realidad porque si bien el derecho es amigo de la verdad es más amigo de la imparcialidad.
- La sabiduría está del lado del acusado
No daña ser reiterativo en esto: el proceso penal es una tragedia. Al igual que el derecho penal, el enjuiciamiento criminal es un mal necesario. Mientras que las sociedades no encuentren otra forma de lidiar con la violencia más que con violencia, el poder punitivo seguirá ocupado en reglamentar penas, razonables y moderadas, para las conductas sociales que quiebren del modo más grave la prohibición de no afectar ilícitamente los bienes y valores de la comunidad más dignos de veneración y respeto. Al mal del delito le sigue el mal de la pena, como a la desgracia de la víctima le sigue el drama del proceso para el imputado que, de ser declarado responsable del hecho, abre el telón a la desgracia del condenado. Por eso las normas, las prácticas y las teorías sobre el funcionamiento del aparato represivo estatal deben estar orientadas por criterios humanistas, liberales y moderados de análisis y discusión, en lo cual tiene un papel fundamental el respeto hacia todos los afectados y su dolor.
En ese escenario dramático del delito y su represión la cultura del poder democrático le otorga la prioridad al acusado. De corresponder, será castigado, pero no del modo en que él procedió con la víctima. Es lo que hace que el Estado sea diferente de los delincuentes. Por eso la duda favorece al imputado, la presunción de inocencia lo ampara del castigo anticipado, la revisión sine die de la condenación lo libra de los errores judiciales, etc. Para esta comprensión cultural es preferible la absolución del culpable a la condena del inocente, aunque para ello sea preciso trabajar judicialmente con una epistemología que deja a muchos culpables sin condena.
En la cultura jurídica liberal y humanista de la Democracia, que es la única que nutre al derecho constitucional y a los derechos fundamentales de los tratados internacionales que nos rigen, se festeja la imposición de límites al poder punitivo, no su ampliación, se celebra la toma de una prisión (14 de julio), no la multiplicación de los funcionarios penales[14]. En la cultura penal ilustrada el pueblo marchaba para abrir una cárcel, en la cultura neopunitivista el pueblo marcha para reclamar mil años de prisión[15].
La euforia por la víctima invierte esa tendencia y lleva el proceso penal hacia mundos francamente insufribles. Uno de ellos es el de la doble acusación por el mismo hecho. No por usualmente admitido es también correcto que al imputado lo acusen la presunta víctima y el Estado en un dos contra uno tramposo que desmiente la comprensión más básica de lo que es un juicio justo celebrado con igualdad de armas. Una situación que muestra también la estupidez y la indolencia de unas autoridades estatales que quieren congraciarse con la víctima sin pagar el costo de eliminar del proceso al fiscal, pues está claro que el imputado por un hecho debe defenderse de una acusación única por ese hecho[16]. Es sólo un ejemplo de cómo el otorgamiento de mayores derechos a la posible víctima se paga en moneda de disminución de los derechos del imputado[17].
El triunfo de la víctima está hoy decidido de antemano. Es una derivación más del neopunitivismo que tanto enamora a tantos sectores tan distintos de la sociedad argentina. Una sociedad que se desprecia y brutaliza a sí misma por no tener la inteligencia necesaria para resolver sus temores y conflictos de un modo no siempre punitivo. El recurso al derecho penal es al interior de las sociedades lo que la guerra es a las relaciones interestatales y, por tanto, más que una comprensible sensación de justicia su utilización, aunque imprescindible, debería inspirarnos un sentimiento de vergüenza. Desde el punto de vista de los valores constitucionales vigentes en tal sociedad, una ley específica de derechos y garantías de las víctimas, que desequilibra expresamente la posición de éstas en desmedro de la protección de los imputados, supone una degradación cultural notable[18].
Cuenta Robert Graves que la misericordia de Atenea es grande: “cuando los votos de los jueces quedan igualados en un juicio en el Areópago, siempre da un voto decisivo para dejar en libertad al acusado”[19].
[1] Ver Alagia, Alejandro: Hacer sufrir, Buenos Aires, 2013.
[2] Ver Pastor, Daniel R.: Lineamientos del nuevo Código Procesal Penal de la Nación, Buenos Aires, 22015, p. 158.
[3] La bibliografía sobre víctima y sistema penal es inabarcable. Hay algunas obras que permiten ver y entender cuánta razón había en mejorar la decepcionante posición que el ofendido tenía desde los años sesenta frente al poder punitivo. Otras muestran que, con el tiempo, esa tendencia fue como abrirle la puerta de casa a los usurpadores. Sobre ese recorrido: Maier, Julio B.J. (Comp.): De los delitos y de las víctimas, Buenos Aires, 1992; del mismo: “Víctima y sistema penal”, en Pensar Jusbaires, año 1, n.º 1, 2014, pp. 14 ss.
[4] Ver Gil Gil, Alicia y Maculan, Elena (Dirs.): La influencia de las víctimas en el tratamiento jurídico de la violencia colectiva, Madrid, 2017.
[5] Ver Del Molino, Sergio: “Quema de Brujas 2.0”, en El País, 6.11.2016, p. 14.
[6] Ver Finkelstein Nappi, Juan L.: “El ‘derecho de indulto’ del ofendido en los procedimientos por delitos de accio?n privada, ¿resulta aplicable (y con que? alcances) a los casos de ‘conversio?n’?”, en Diario DPI de 17.2.2017; del mismo: “Otro reto para la ‘victimocracia’: ¿un nuevo impedimento procesal en la persecucio?n penal de los delitos de accio?n pu?blica dependientes de instancia privada?”, en Diario DPI de 28.4.2017.
[7] Ver Pitch, Tamar: “La sociedad de la prevención”, Buenos Aires, 2009, p. 72.
[8] Es una ley producto de la iniciativa de la administración ejecutiva que comenzó a finales de 2015 pero que reporta a la política criminal de la administración anterior, la cual en 2014 aprobó un nuevo CPPN, todavía no vigente, que con toda razón merece ser denominado el código de la víctima (ver Pastor: Lineamientos, cit., pp. 157 ss.).
[9] Ver Maier, Julio B.J.: Derecho Procesal Penal, Buenos Aires, 1996, t. I, pp. 334 ss, 415 ss., y 478 ss.
[10] Ver Pastor, Daniel R.: “La ideología penal de ciertos pronunciamientos de los órganos del sistema interamericano de derechos humanos: ¿garantías para el imputado, para la víctima o para el aparato represivo del Estado?”, en Bruzzone, Gustavo A. (Coord.): Cuestiones penales. Homenaje al Prof. Dr. Esteban J. A. Righi, Buenos Aires, 2012, pp. 565 ss.
[11] Ver Guzman, Nicolás: La verdad en el proceso penal: una contribución a la epistemología jurídica, Buenos Aires, 22011.
[12] La víctima sí entra en juego y con esa denominación en la etapa ejecutiva de la pena, cuando una sentencia firme ha convertido al hasta entonces imputado en autor.
[13] Ver Pastor: Lineamientos…, cit., pp. 60 ss.
[14] La ley 27.372, art. 29, crea 24 cargos de defensor público-acusador particular.
[15] Ver https://www.pagina12.com.ar/35765-convocatoria-de-los-organismos.
[16] Ver Pastor, Daniel R.: “Una ponencia garantista acerca de la acusación particular en los delitos de acción pública”, en del mismo: Tendencias. Hacia una aplicación más imparcial del derecho penal, Buenos Aires, 2012, pp. 119 ss.
[17] Ver Kindhäuser, Urs: “La posición del damnificado en el proceso penal”, en Albrecht et al. (Comps.): Criminalidad, evolución del derecho penal y crítica al derecho penal en la actualidad, Buenos Aires, 2009, p. 147 s.; Wagner, Federico: “Un límite a la tutela judicial efectiva”, en Pastor, Daniel R. (Dir.): Problemas actuales del derecho procesal penal, Buenos Aires, 2012, p. 371.
[18] Ver Pastor, Daniel R.: Recodificación penal y principio de reserva de código, Buenos Aires, 2005, p. 265.
[19] Ver Graves, Robert: Los mitos griegos, Buenos Aires, 2007, Vol. I, p. 124.
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