Home / Area / COLUMNA DE OPINIÓN Diario DPI Suplemento Derecho Civil, Bioética y Derechos Humanos Nro 27 – 21.03.2017


COLUMNA DE OPINIÓN

Sobre la discriminación y sus proyecciones

Por Andrea Mercedes Pérez*

 Ser diferente no es un problema,

el verdadero problema es ser tratado diferente.

 

Las normas de derechos humanos de origen internacional contienen el reconocimiento del ‘derecho a la igualdad’, en términos que en algunos casos resultan más explícitos y detallados que los utilizados por las constituciones de los Estados de la región. Este mayor desarrollo comprende tanto, la precisión sobre la “igualdad sin distingos”, como la enumeración de las posibles causas de un indebido establecimiento de ‘diferencias’. [2]

Así, la Declaración Americana de Deberes y Derechos del Hombre señala, inmediatamente después de referirse al derecho a la vida, a la libertad y a la integridad de toda persona, en su artículo II que, “todas las personas son iguales ante la ley y tienen los derechos y deberes consagrados en esta declaración, sin distinción de raza, sexo, idioma, credo, ni otra alguna”.

En idéntico sentido, la Declaración Universal de Derechos Humanos establece que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”, en su artículo primero. Seguidamente, el texto define la ‘igualdad’ como abarcadora de “todos los derechos y libertades”, y agrega a aquellos motivos vedados como causal de discriminación en el texto de la antes mencionada Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, pues “el color, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o racial, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”, según reza su artículo segundo. El texto en análisis precisa a continuación, que “además, no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona”.

Finalmente, este instrumento proclama la igualdad ante la ley y el derecho “sin distinción”, a igual protección ante la ley. Concluye en su artículo séptimo estableciendo, que “todos tienen derecho a igual protección contra toda discriminación”.

El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1966, entrado en vigor en enero de 1976, aborda también por cierto, el tema de la discriminación.

Dispone en su artículo 2.2 que “los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a garantizar el ejercicio de los derechos que en él se enuncian, sin discriminación alguna por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social”.

A su vez, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos contiene una disposición similar, a través de la cual cada Estado Parte del mismo “se compromete a respetar y a garantizar a todos los individuos que se encuentren en su territorio y estén sujetos a su jurisdicción, los derechos reconocidos en el presente Pacto, sin distinción alguna”, cuyas posibles fuentes enumera luego en términos idénticos al Pacto precedente referido.

Similar criterio es recogido por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, en ocasión del surgimiento de las llamadas “situaciones excepcionales” o “estados de excepción”, en los que los Estados Partes son autorizados por su artículo 4.1, a suspender las obligaciones contraídas en aquel, bajo la condición de que estas medidas extraordinarias “no entrañen discriminación alguna fundada únicamente en motivos de raza, color, sexo, idioma, religión u origen social”. Finalmente, en el artículo 26 del Pacto en análisis, se establece una obligación ‘adicional’ a los Estados Partes, con el objeto de garantizar la igualdad, pues prescribe que “la ley prohibirá toda discriminación y garantizará a todas las personas protección igual y efectiva contra cualquier discriminación”, basada en alguno de los motivos que autorizan la suspensión de que se trate.

La Convención Americana sobre Derechos Humanos, conocida también como ‘Pacto de San José de Costa Rica’, tal vez uno de los instrumentos internacionales sobre la materia con que contamos en la región, y –según mi criterio– quizás el más completo hasta el momento, recoge –en su artículo 1.1– el compromiso de los Estados Partes de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos y libertades reconocidos en ella “a toda persona que esté sujeta a su jurisdicción, sin discriminación alguna”, por motivos idénticos a los señalados en los instrumentos hasta aquí analizados.

Igual ‘obligación de no discriminación’, aparece en el artículo tercero del Protocolo Adicional a la Convención recién mencionada en Materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, conocido como “Protocolo de San Salvador”.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante CorteIDH) ha establecido, en ocasión de interpretar el artículo 1.1 ut supra referido que, “todo tratamiento que pueda ser considerado discriminatorio respecto del ejercicio de cualquiera de los derechos garantizados en la Convención, es ‘per se’ incompatible con la misma”, sobre la base del criterio de que “no es admisible crear diferencias de tratamiento entre seres humanos que no se correspondan con su única e idéntica naturaleza”[3].

A partir de esta premisa conceptual, la CorteIDH ha distinguido entre “trato diferenciado” y “trato discriminatorio”. Así señaló que “por lo mismo que la igualdad y la no discriminación se desprenden de la idea de unidad de dignidad y naturaleza de la persona, es preciso concluir que no todo tratamiento jurídico diferente, es propiamente discriminatorio, porque no toda distinción de trato puede considerarse ofensiva, por sí misma, de la dignidad humana”.

Y con mayor precisión añadió que “existen, en efecto, ciertas desigualdades de hecho que legítimamente pueden traducirse en desigualdades de tratamiento jurídico, sin que tales situaciones contraríen la justicia”.

Es más, concluye dicha respuesta a la consulta efectuada puntualizando que “es la consideración de cada caso la que permite apreciar si existe discriminación en tanto se produzcan situaciones contrarias a la justicia, a la razón o a la naturaleza de las cosas”.

Cabe mencionar que la doctrina se ha ocupado en innumerables trabajos de elaborar la noción de “discriminación positiva”, también denominada en obras más recientes “acciones afirmativas” o “acciones positivas”, que viene a constituir una forma de “trato diferenciado no discriminatorio” o más bien “antidiscriminatorio”, en tanto pretende –a través del reconocimiento de una condición favorable– compensar una discriminación arraigada.

El establecimiento de ‘cupos’ en favor de sectores discriminados en razón del sexo, raza o condición étnica, deviene sin hesitación alguna en un instrumento de “discriminación positiva”. En Argentina, podemos verificar que se dan variados ejemplos de ello[4], en las leyes 22431, 23592, 23876, 24308, 24901, 25280, y 25346, entre muchas otras.

Claro está que en relación a estos recursos, sugieren los expertos que deben adoptarse formas razonables y ser introducidos temporalmente, a fin de que su permanencia no introduzca una discriminación de signo distinto, algo que podríamos afirmar sin demasiada duda que es lo que suele suceder.

Otro instrumento internacional sobre derechos humanos que tal vez por menos conocido, no deja de ser relevante para el estudio de la conceptualización propuesta, es la ‘Declaración sobre la Eliminación de todas las Formas de Intolerancia y Discriminación fundada en la religión o las convicciones’, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en noviembre de 1981, establece asimismo en su artículo 2.1. que “nadie será objeto de discriminación por motivos de religión o convicciones por parte de ningún Estado, institución, grupo de personas o particulares”.

Incluso define en el apartado 2 de la misma norma precitada como “intolerancia” o “discriminación” pues, “toda distinción, exclusión, restricción o preferencia fundada en la religión o en las convicciones y cuyo fin o efecto sea la abolición o el menoscabo del reconocimiento, el goce o el ejercicio en pie de igualdad de los derechos humanos y las libertades fundamentales”.

En el ámbito penitenciario, las ‘Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos’, aprobadas por el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas en 1977, establecen la obligación de que las normas vigentes para la situación de detención sean “aplicadas imparcialmente”, agregando que “no se debe hacer diferencias de trato fundadas en prejuicios, principalmente de raza, color, sexo, lengua, religión, opinión política o cualquier otra, de origen nacional o social, fortuna, nacimiento u otra situación cualquiera”[5].

Claro que luego de este variopinto universo de normas protectorias que se han referido, y pese a la claridad utilizada por los instrumentos internacionales sobre derechos humanos, en oportunidad de “proscribir cualquier forma de discriminación”, cabe reconocer e identificar que existen también adicionalmente “prohibiciones específicas de discriminación” en razón de diversos motivos.

A continuación se abordarán dos de las principales áreas donde diferentes “tipos de discriminación” han sido materia de tratamiento detallado por las normas del derecho internacional de los derechos humanos.

Así, analizando la “discriminación en razón del sexo” por ejemplo[6], se comprueba que la igualdad del hombre y la mujer, en cuanto a derechos y libertades, aparece expresamente reconocida tanto en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales[7], como en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos[8].

Ambos instrumentos, con una mínima diferencia de redacción recogen el compromiso de los Estados Partes a garantizar/asegurar a hombres y mujeres en el goce de los derechos enunciados en cada uno de esos Pactos.

En idéntico sentido, la ‘Declaración sobre la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer’, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1967, estableció en su primer artículo que “la discriminación contra la mujer, por cuanto niega o limita su igualdad de derechos con el hombre, es fundamentalmente injusta y constituye una ofensa a la dignidad humana”.

En términos todavía más específicos, es la ‘Convención sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación contra la Mujer’, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1979 –que entrara en vigor recién en 1981–, la que proscribe las conductas discriminatorias contra la mujer y establece las obligaciones de los Estados Partes al respecto.

Este tan valioso instrumento, define en su artículo primero la ‘discriminación contra la mujer’ pues, como “toda distinción, exclusión o restricción basada en el sexo que tenga por objeto o por resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio por la mujer, de los derechos humanos y las libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural y civil o en cualquier otra”.

Como obligación de los Estados Partes, en su artículo 2, inciso d) la Convención en estudio recoge el compromiso de “abstenerse de incurrir en todo acto o práctica de discriminación contra la mujer y velar porque las autoridades e instituciones públicas actúen de conformidad con esta obligación”.

Se exceptúa claro de tal abstención, la antes explicada “discriminación positiva”, en tanto es entendida como “la adopción de medidas especiales de carácter temporal encaminadas a acelerar la igualdad de facto entre el hombre y la mujer[9].

En el área de los llamados derechos políticos, la ‘Convención sobre los Derechos Políticos de la Mujer’, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1952, y entrada en vigor en julio de 1954, establece el ‘derecho de las mujeres’ a: votar “en todas las elecciones en igualdad de condiciones con los hombres”; ser elegibles “para todos los organismos públicos establecidos por la legislación nacional, en condiciones de igualdad con los hombres”; y, “ocupar cargos públicos y ejercer todas las funciones públicas establecidas por la legislación nacional, en igualdad de condiciones con los hombres”[10].

Ha de observarse que con miras a efectivizar el objetivo de la ‘igualdad en la participación política de la mujer’, en algunos países se ha impuesto legalmente cupos ‘reservados a mujeres’ dentro de las listas partidarias de postulantes a cargos elegibles. Y Argentina, es un ejemplo de ello, pues a finales de 1991, con la sanción de la Ley 24012, se convirtió en el primer país de América Latina en aprobar una ley de ‘cupo femenino’ que exigió que al menos el 30% del Congreso esté compuesto por mujeres.

En ese entonces, apenas el 5% de los cargos parlamentarios estaban en manos femeninas. A poco más de veinticinco años de la aprobación de esa norma, el 41% de los escaños en el Poder Legislativo son ocupados por diputadas y senadoras. Se trata del porcentaje más alto de Sudamérica y una de las representaciones parlamentarias femeninas más amplias de todo el mundo.

Por último en el campo de la discriminación en razón del sexo, la ‘Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer’, aprobada en junio de 1994, aporta precisiones importante respecto al instituto en análisis.

Define inicialmente en su artículo primero, como comprendida la figura de violencia contra la mujer pues, “cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico a la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado”.

A continuación, en el artículo 2, enumera los diferentes ámbitos –la familia o unidad doméstica, la propia comunidad o la tolerada por el Estado– donde la violencia puede tener lugar y hasta detalla, algunas de las formas que puede adoptar.

La Convención incluye como obligaciones de los Estados Partes, entre otras, las de: “abstenerse de cualquier acción o práctica de violencia contra la mujer y velar porque las autoridades, sus funcionarios, personal y agentes e instituciones, se comporten de conformidad con esta obligación”, y “establecer procedimientos legales justos y eficaces para la mujer que haya sido sometida a violencia, que incluyan entre otras, medidas de protección, un juicio oportuno y el acceso efectivo a tales procedimientos”[11].

Además, consigna en su artículo 9 que los Estados Partes deberán tener “especialmente en cuenta la situación de vulnerabilidad a la violencia que pueda sufrir la mujer en razón, entre otras de su raza o de su condición étnica, de migrante, refugiada o desplazada”.

Una segunda tipología de análisis, entre otras muchas, puede enfocar hacia la “discriminación en razón de la raza o condición étnica”, encontrándonos allí en cuanto a plataforma normativa se refiere, con la ‘Declaración de las Naciones Unidas sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación Racial’, que fuera proclamada por su Asamblea General en noviembre de 1963.

Ésta proscribe en artículo 2.1 y 2.2 de manera clara y terminante, que “ningún Estado, institución, grupo o individuo establecerá discriminación alguna en materia de derechos humanos y libertades fundamentales en el trato de las personas, grupos de personas o instituciones por motivos de raza, color u origen étnico”, y además que “ningún Estado fomentará, propugnará o apoyará, con medidas policíacas o de cualquier otra manera, ninguna discriminación fundada en la raza, el color u origen étnico, practicada por cualquier grupo, institución o individuo”.

Ocurre con frecuencia pues, en materia de instrumentos internacionales sobre derechos humanos que, a una declaración adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, o su par regional, la Asamblea General de la Organización de Estados Americanos, le sigue una ‘convención’ que una vez aprobada en ese mismo ámbito, se abre a la ratificación de los Estados interesados, a fin de que como instrumento aprobado en su derecho interno o doméstico (como lo llama últimamente la Corte Interamericana de Derechos Humanos) una vez que alcance la cantidad de Estados de adhesiones necesarias, cuente con plena exigibilidad.

Este fenómeno se conoce como ‘el tránsito de las declaraciones a los tratados’, y fue el recorrido que cumplió la protección de la discriminación en razón de la raza o condición étnica.

Tenemos entonces que a la Declaración sobre la materia del año 1963, le siguió la ‘Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las formas de Discriminación Racial’, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en diciembre de 1965, y entrada en vigor en enero de 1969.

Este instrumento ofrece una interesante y completa definición de ‘discriminación racial’ que abarca según su artículo 1.1, “toda distinción, exclusión, restricción o preferencia basada en motivos de raza, color, linaje u origen nacional o étnico que tenga por objeto o por resultado, anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos humanos y libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural o en cualquier otra esfera de la vida pública”.

Un aspecto muy interesante vinculado con ‘el otro lado’ de la discriminación en razón de la raza o de la condición étnica, es el “reconocimiento del derecho a la diferencia étnico-cultural”. Éste deviene de comprender que la ‘no discriminación’ es apenas la condición negativa inicial, pero no discriminar no puede pues conducir a un ‘intento de igualación’ que pase por encima de las diferencias que son respetables.

La condición positiva para no ser discriminado consiste entonces, en el “derecho a ser reconocido como diferente”. En dicho sentido, para dar un ejemplo, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, dispone que “en los Estados en que existan minorías étnicas, religiosas o lingüísticas, no se negará a las personas que pertenezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde, en común con los demás miembros de su grupo, a tener su propia vida cultural, a profesar y practicar su propia religión, y a emplear su propio idioma”[12]. 

A modo de conclusión

Los derechos humanos ofrecen hoy, especialmente en Latinoamérica, un escenario paradójico. Por una parte, son objeto de unanimidad en los discursos políticos y en exquisitos ensayos jurídicos; pero, por otra parte, son materia de gruesas y sistemáticas violaciones en la mayor parte de los Estados de la región. Esto es, los derechos humanos aparecen normativamente reconocidos en los textos legales, pero no se traducen en prácticas incorporadas al comportamiento de autoridades y funcionarios de la administración de justicia.

Un factor que probablemente incida en dicha paradoja que se señala, es que ‘la cuestión de los derechos humanos’ y la prioridad otorgada a ella en el discurso político aún no han sido hechos ‘suyos’ de manera suficiente por la sociedad.

La demanda de una plena vigencia de los derechos humanos, aparece –sobre todo en los últimos años– como una preocupación que viene de los países desarrollados y, en ciertos casos, se impone a los gobiernos de los Estados de la región, bajo fórmulas de ‘condicionalidad’ sobre cooperación internacional, especialmente financiera. Esa presión, al lado del consenso producido en cada país de América Latina acerca de las violaciones masivas de derechos humanos, las que por cierto no deben volver a ocurrir, puede que explique que los Estados latinoamericanos se muestren hoy bastante más decididos que antes a adoptar compromisos formales al respecto que, sin embargo, luego no siempre cuentan con la decisión política adecuada para alcanzar su efectivización.

Pero quiero ser optimista. Lo necesito pues creo que no obstante las limitaciones aún existentes, siguen surgiendo en la región, y en nuestro propio país, posibilidades muy amplias para su concreta y efectiva vigencia, la que es preciso reconocer, como mínimo, a modo de punto de partida.

Los derechos humanos forman parte de ese escenario actual. Que se hagan ‘realidad propia’ de todos y cada de los Estados de la región, y por cierto de Argentina, depende de acá en más, en buena medida, de la manera en que los hagan ‘suyos’ los diversos protagonistas sociales.

No debiera tomarse como casual, en dicho sentido, que esta columna se publique a poco de conmemorarse, el “Día Mundial de la Cero Discriminación”, instituido el primer día de marzo de cada año para celebrar la individualidad, la diversidad, y el respeto por nuestras diferencias.[13]

[*] Abogada por la UBA, y especialista en Metodología de la Investigación Científica por la UNLanus. Profesora Adjunta Regular de Derecho Constitucional y Práctica Profesional en la Facultad de Derecho de la UBA. Profesora Titular en la Especialización en Derecho Procesal de la USAL. Subdirectora del Departamento de Práctica Profesional de la Facultad de Derecho (UBA).

[2]  Me permito recomendar para el abordaje inicial de esta temática, la consulta del siguiente material: Comité de Derechos Humanos, Observación General N° 18,”La no discriminación”, año 1989; Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial, Recomendación General N° 14, “La definición de la discriminación”, año 1993, y Recomendación General N° 24, “Más sobre la definición de discriminación”, año 1999.

[3] Opinión Consultiva 4/84, del 11 de enero de 1984.

[4] Nino, Carlos Santiago (1992). Fundamentos de derecho constitucional. Análisis filosófico, jurídico y politológico de la práctica constitucional. Buenos Aires: Editorial Astrea de Alfredo y Ricardo de Palma S.R.L., pp. 420 a 421; Rawls, John (2010) Teoría de la Justicia. México: Fondo de Cultura Económica, pp. 27 y 135; y, Dworkin, Ronald (1997). Los derechos en serio. Trad. de Marta Guastavino. Barcelona: Editorial Ariel, S.A. p. 348, entre otros.  

[5] Regla 6.1.

[6] Comité de Derechos Humanos, Observación General N°4, “La igualdad entre sexos”, año 1981; y, Observación General N°28, “La igualdad entre hombres y mujeres”, año 2000.

[7] Artículo 3.

[8] Artículo 3.

[9] Tal como reza su artículo 4.1.

[10] Artículos I, II y III de dicha Convención, respectivamente.

[11] Artículo 7.a.f)

[12] Artículo 27.

[13] Proclamado como tal por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 1 de diciembre del año 2013.

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