Home / Area / DOCTRINA EN DOS PÁGINAS Diario Administrativo Nro 171 – 03.10.2017


DOCTRINA EN DOS PÁGINAS

La espiritualidad profesional del funcionariado público

Por Jorge H. Sarmiento García

Este es un tema sobre el que siempre hay que insistir.

Suele aseverarse el continuo progreso moral a través de los siglos; mas basta leer la historia para convencerse de la inexactitud de esta tesis, tomada del evolucionismo.

No solamente la práctica de la moral natural, sino su mismo conocimiento, ha distado mucho de seguir una marcha ascendente progresiva, y las decadencias morales de pueblos al principio virtuosos son incontables.

Se observan en el orden moral progresos y retrocesos, correlativos a la mayor o menor influencia de las sanas ideas en las sociedades.

Si la civilización material, condicionada por los perfeccionamientos del empleo racional de las fuerzas de la naturaleza, se ha desarrollado de una manera más regular, si no incesante (creándonos, por otra parte, unas necesidades ficticias más numerosas cada día, originándose así el fenómeno del consumismo), no ha ocurrido lo mismo con la civilización moral.

            Recordamos a esta altura que, no en el sentido físico sino en el moral, corrupción (de “corruptio”) es la acción y efecto de corromper o corromperse, presentando la idea de hacer cosas contrarias a la obligación, al honor, a la lealtad, a la fidelidad, a la virtud en suma.

            Ella es un fenómeno mundial. Su condena formal no puede ser mayor en el ámbito jurídico, pero bien se ha señalado reiteradamente el fracaso del orden normativo y de los organismos de control para variar la conducta de los corruptos, sean gobernantes, coautores o cómplices.

Es por ello que resulta necesario el desarrollo de otras acciones, empezando por las tendentes a lograr políticos decididos a servir al Estado en lugar de servirse de él.

            Necesitamos gobernantes, en las tres funciones del poder, convencidos de que el espíritu es la forma suprema de la vida y de que los valores morales son su elemento más dinámico, por lo que es menester apuntar a aquellos motivos más profundos de la corrupción, la que brota de las pasiones egoístas de los hombres, como la codicia y la avaricia, tan malas consejeras en el plano de la política como en el de las relaciones interindividuales.

            La honestidad ha de profundizar sus raíces ante todo en la conciencia individual, siendo por ende necesario educar en los valores morales, formando las mentes de todos en nuevos sentimientos virtuosos, si es que se quiere impedir de manera eficaz la corrupción, haciendo ver que la fidelidad a las exigencias morales es signo de inteligencia y supone el dominio de los desequilibrios pasionales que la turban.

            Y es fundamental en tal sentido no perder de vista que también son corruptos los gobernantes y funcionarios llenos de hipocresías, maestros en el arte del fingimiento, convencidos de que triunfan porque llegan a o duran en sus oficios aunque a costa de rebajar sus certidumbres y subordinar sus creencias, innoblemente arrodillados ante la gran tentación de la figuración, del protagonismo en altos niveles y del culto a la propia personalidad, oportunistas y arribistas que descuidan -en razón de su vulgaridad y nimiedad- la búsqueda del bien común en el ámbito de sus competencias.

            En orden a todo ello, hemos escrito antes de ahora que hay necesidad en primer término de mostrar los valores. Mas es obvio que no basta el conocer (“nosse”), mediante el cual se interioriza en el sujeto operante el imperativo de la conciencia moral, conciencia que participa a aquél el conocimiento objetivo de los valores humanos, aplica los principios éticos a la realidad concreta y, en fin, compromete a la persona a constituirse en principio activo responsable de la actuación de la verdad en todos sus actos. Es menester, además, el querer (“velle”), habida cuenta de que puede la persona, de hecho, elegir entre la verdad de la conciencia moral y la esclavitud de los vicios; y si la voluntad elige la primera, adquiere la “bonitas ordinis”, mediante la cual la persona se orienta subjetivamente para desarrollar su vida de perfección en la moralidad que la compromete íntegramente en la actividad realizadora de los valores humanos. Se requiere, por último, lo que Tomás de Aquino llama el “usus activus” (“posse”), que significa el paso del sujeto de la fase deliberativa a la ejecutiva.

            Todo esto es fundamental en el funcionariado público (legisladores, administradores y jueces), especialmente en los que tienen mando “in sensu lato”, convertido en necesario, en última instancia, por el derecho que en principio cada persona tiene de recibir de la autoridad aquello que no puede alcanzar en orden a su perfección.

            Con lo que precede estamos indicando, en definitiva, que corresponde prestar la mayor atención a la espiritualidad profesional del funcionariado público, esto es, el impulso vital hacia su perfeccionamiento integral mediante el cumplimiento perfecto de su oficio.

            Reiteramos más concretamente que la historia registra en la vida de los pueblos etapas sombrías y vergonzosas por haber reinado durante las mismas, en la conducta de muchos de sus hombres públicos, la indignidad personal y el desprecio hacia el bien común. Bien se ha dicho que la corrupción es una enfermedad, también argentina; una llaga dolorosa y purulenta que cruza de parte a parte el cuerpo del país. Y al ver el problema en grande se advierte la necesidad de emprender sin dilaciones la práctica de una drástica cirugía para intervenir la llaga y borrar su cicatriz del cuerpo nacional.

 

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