Home / Area / DOCTRINA EN DOS PÁGINAS 1 Diario Administrativo Nro 182 – 19.12.2017


DOCTRINA EN DOS PÁGINAS

Personas, ciudades, urbanismo y derecho a la Ciudad

Por Juan Martín Colombo*

“El viejo París terminó (la forma de una ciudad

Cambia más rápido, ¡ah!, que el corazón de un mortal)”

(Baudelaire, Charles, “El cisne”, en Las flores del mal).

Según datos de ONU-Hábitat alrededor de 7.300 millones de personas habitan el planeta y más del 50% reside hoy en áreas urbanas. Se prevé que para 2050 la población mundial será superior a 9.000 millones de personas, con un crecimiento exponencial de las ciudades, que para 2030 acogerán a más del 60% de la población mundial y para 2050 a más del 70%.

El proceso de urbanización del planeta ha sido rápido y repentino.

Descontrolado e incontenido, ha desbordado la planificación y todo límite racional. A punto tal que hasta ha desbordado el concepto mismo de ciudad, que ya no sirve para definir lo que hoy se denomina megaciudades, megalópolis, aglomeraciones o áreas urbanas.

Cada vez hay más personas. Y cada vez hay más personas que viven en ciudades y áreas urbanas, lo que trae consigo cambios bruscos en el medio ambiente y en la conformación misma de las ciudades, que cada día son más grandes, difusas y, lamentablemente, desiguales.

Pero la desigualdad no es el único mal que aqueja o preocupa a los habitantes de las ciudades. La inseguridad ciudadana aparece recurrentemente. Sobre todo en Latinoamérica, la región más urbanizada y desigual del planeta, donde el 80% de la población –más de 450 millones de personas– vive en ciudades y casi el 25% –alrededor de 110 millones– vive en asentamientos precarios o barrios marginales. Y algo similar ocurre en Argentina, donde –según datos del censo nacional de 2010– la población urbana equivale al 89,13%.

Pero también existen otras preocupaciones, de las que menos se habla, aunque también afectan el bienestar individual y colectivo y la economía de las ciudades y las personas.

Son muchas las ciudades y áreas urbanas que sufren situaciones de insuficiencia de recursos energéticos, problemas de agua y saneamiento –que aumentarán con el cambio climático–, congestión vehicular y otras dificultades de acceso o aprovechamiento de bienes sociales, económicos y culturales.

Entre esos males se cuentan la estructura y la organización de las ciudades, que en ausencia de planificación adecuada, consumen recursos energéticos y tiempo vivencial casi sin control, generan gentrificación y dificultades de acceso al suelo, con desplazamientos hacia las periferias, imponiendo a los ciudadanos una suerte de hipoteca vital, cuyo costo no sólo está dado por lo necesario para comprar o alquilar una vivienda, o los costos del transporte de un lugar a otro; sino por el tiempo diario que se gasta en ello.

Eso pone de manifiesto la necesidad de repensar y ordenar la forma en que crecen y se desarrollan las ciudades, espacios donde se entremezcla gente de toda clase y condición, incluso contra su voluntad y aun cuando tengan intereses contrapuestos. Por ello el asunto no puede quedar exclusivamente deferido al poder político –que en no pocas ocasiones utiliza la generación y valorización del suelo urbano como instrumento de financiamiento de la política–, ni a los cuerpos técnicos, que presentan sus visiones tecnocráticas, ni al libre juego de la oferta y la demanda, que evidencia enormes fallas en esta materia.

Se necesita algo más, pues los aportes de todos esos sectores son relevantes, pero no son suficientes.

Así aparece el urbanismo, como un cometido o función, de innegable raíz colectiva y titularidad pública, orientado a la realización del bien común, como algo que concierne –o debería concernir– a todo el mundo.

La generación de condiciones favorables orientadas a la calidad de vida y al desarrollo económico, la información pública y la participación ciudadana, el acceso a la vivienda y a un hábitat digno, el acceso y las posibilidades de disfrute de los espacios públicos y los bienes culturales y la cohesión social –que los alemanes y franceses llaman, con menos vueltas, mezcla social–, son principios y finalidades que forman parte de la nueva agenda urbana y del denominado derecho a la ciudad. Un concepto que se atribuye a Henri Lefebvre, quien en la década del sesenta escribió un libro con este título, pero que algunos años antes ya había sido usado por otro francés, Marcel Mauss, para referirse al ámbito o contexto de ciudadanía.

En perspectiva actual, el derecho a la ciudad es bastante más que un derecho –individual o colectivo– de acceso a los bienes o recursos que la ciudad contiene u ofrece. Es, como dicen algunos, un derecho a cambiar y reinventar la ciudad de acuerdo con los deseos y las necesidades de sus habitantes.

Pero una formulación tan ambiciosa puede llevar a considerar que el derecho a la ciudad no existe en la práctica, sobre todo en muchos países de Latinoamérica, donde los mecanismos económicos y políticos dominantes no lo hacen posible.

De poco o nada sirve invocar el derecho a la ciudad si no se plantean políticas que lo concreten. Es que, como dice Jordi Borja, al urbanismo no lo determinan los gobernantes, ni los planificadores, ni los profesionales: “(e)s una dimensión de una política democrática, destinada a promover el ejercicio de los derechos ciudadanos. Si no es así, entonces es que los profesionales son simplemente cortesanos de los gobiernos o de los poderes económicos. El urbanismo no puede cambiar radicalmente la sociedad, pero si hacerla algo más justa.”

De ahí que, según el geógrafo inglés David Harvey, la cuestión de qué tipo de ciudad queremos, no puede estar divorciada de la que plantea qué tipo de lazos sociales, de relaciones con la naturaleza, de estilos de vida, de tecnologías y de valores estéticos tenemos o deseamos, pues “(e)l derecho a la ciudad es mucho más que la libertad individual de acceder a los recursos urbanos: se trata del derecho a cambiarnos a nosotros mismos cambiando la ciudad”.

Si ambos están en lo cierto, la posibilidad de repensar, ordenar y mejorar la forma en que crecen y se desarrollan las ciudades, no puede separarse de las relaciones que en ellas se logren construir –con los demás, con el medio ambiente, con el presente y con el futuro– y de las respuestas que sus habitantes se den a las preguntas que se hagan sobre qué tipo de personas quieren ser.

[*]Abogado (UNMdP). Magíster en Derecho Administrativo (Universidad Austral). Director del Instituto de Derecho Administrativo el Colegio de Abogados de Mar del Plata.

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