Home / Area / COLUMNA DE OPINIÓN Diario Constitucional y Derechos Humanos Nro 200 – 03.09.2018


COLUMNA DE OPINIÓN

Iglesia y Estado - Teoría y praxis

Por Jorge H. Sarmiento García
  1. Introducción

            Los tiempos que corren hacen necesario, a nuestro juicio, reiterar lo que desde hace más de medio siglo venimos exponiendo “con la pluma y la palabra”.

El hecho de la universalidad de la religión es tan manifiesto, que los más eminentes antropólogos no vacilan en aceptar la religiosidad como uno de los atributos del reino humano, estando acordes en que no hay raza humana, por miserable que sea, desprovista de toda idea religiosa. Se explica, entonces, la expresión de Edmund Burke: “Sabemos, y estamos orgullosos de ello, que el hombre es por su constitución un animal religioso”.

            Toda religión implica la creencia de que hay cosas que el hombre no ve, detrás de las visibles, que accionan sobre el mundo donde vive; se cree en una fuerza sobrenatural e invisible. El Concilio Vaticano II ha manifestado: “Ya desde la antigüedad y hasta nuestros días, se encuentra en los diversos pueblos una cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también el conocimiento de la suma Divinidad e incluso del Padre. Esta percepción y conocimiento penetra toda su vida con íntimo sentido religioso”.

            Pues bien, toda religión comprende tres elementos, a saber: dogma, o verdades -ciertas o supuestas- que creer; moral, o preceptos que cumplir; y culto, o ritos que practicar. Se esfuerzan las religiones que se encuentran por el mundo -dice el Concilio- por responder de varias maneras a la inquietud del corazón humano, proponiendo caminos, es decir, doctrinas, normas de vida y ritos sagrados.

            Los fieles de una misma creencia, que observan los mismos ritos, forman grupos coherentes y fuertes, cuerpos organizados o asociaciones interesados en las necesidades religiosas de sus feligreses, que se atienen a valores espirituales y que se rigen por normas morales, o sea, Iglesias.

            Es recién con el advenimiento del cristianismo, que se plantea el problema de la disociación de lo espiritual y lo temporal, de la autoridad religiosa y de la cesárea, de la Iglesia y el Estado, al expresar el Señor Jesús a quienes le interrogaban: “Den, pues, al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios” (Mt., XXII, 21), pues en la religiosidad pre-cristiana predominaba, a la postre, una absorbente confusión.

            En esa antigüedad religión, derecho y gobierno se habían confundido y eran una sola cosa con tres aspectos diferentes. El Estado era comunidad religiosa, el rey un pontífice, el magistrado su sacerdote, la ley una fórmula santa, el patriotismo era piedad y el destierro excomunión.

            Hay, entonces, confusión: no se concibe más que un grupo social primordial, dentro del cual lo religioso es un básico ingrediente, estando indisolublemente mezclado con los demás aspectos de la vida dentro de aquel grupo, cuyos gobernantes decidían normalmente sobre las materias religiosas -ordenando, por ejemplo, el culto- y se apoyaban en factores religiosos para decidir sobre otras materias.

            Ahora bien, aquella disociación de raíz cristiana, comporta necesarios esclarecimientos, determina obligatorias coordinaciones, para lo cual es conveniente comenzar dando una visión panorámica de las concepciones que, a veces, han dominado la práctica de las relaciones que tratamos.

  1. Diversas concepciones

            Con los riesgos propios del caso, podemos esquematizarlas de la siguiente forma:

  1. a) Iglesia subordinada al Estado

            El gobernante político es a la vez jefe de la Iglesia, ejercitando indistintamente el gobierno del Estado y de aquélla.

            Es el “césaro-papismo” (porque el jefe del Estado es a la vez “César” y “Papa”) o “bizantinismo” (ya que fueron los emperadores de Bizancio o Constantinopla los que insinuaron este régimen), vigente por ejemplo en la Iglesia Ortodoxa Rusa bajo los zares y en Gran Bretaña cuando, en 1534, el Parlamento proclamó a Enrique VIII “único jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra”.

            El “jurisdiccionalismo” y sus diversas especies (entre ellas el “regalismo”) son una forma atenuada de “césaro-papismo”, desde que sin pretender que el Estado incorpore a sí a la Iglesia ni que el jefe del Estado sea a la vez supremo jerarca de aquélla, propugnan que la sociedad política penetre en cuestiones propias de la autoridad eclesiástica.

Así, el “regalismo” que fue receptado en nuestra Constitución Nacional de 1853-60, en instituciones tales como el “patronato” y el “exequatur” o “pase regio” (art. 86, incs. 8 y 9), que el Estado argentino ejerció unilateralmente en la presentación por parte del presidente al papa de los candidatos a las sedes episcopales, seleccionados cada vez de ternas preparadas por el Senado, y en el dar o retener el “pase de las bulas”, con previo dictamen de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, requiriéndose una ley si contenían “disposiciones generales y permanentes”, habiendo decaído estas  instituciones a raíz del acuerdo firmado en 1966 entre la Santa Sede y la República Argentina, y con las modificaciones introducidas en la reforma constitucional de 1994, que suprimió las cláusulas que subsistían en la Constitución sobre el patronato -devenidas letra muerta- y dio al acuerdo jerarquía superior a la de las leyes.

  1. b) Estado subordinado a la lglesia

            Es el “hierocratismo” o “teocratismo”, cuya concepción máxima condensa la teoría del “poder directo”, conforme a la cual los príncipes actúan, en las cuestiones temporales, como delegados de la Iglesia; de ahí las órdenes dadas al poder político, la deposición de príncipes, etc.

            Los partidarios de la teoría del poder directo sobre lo temporal atribuían a la Iglesia un alto dominio, de tal manera que los príncipes fuesen considerados, pura y simplemente, como sus ministros o delegados “in temporalibus” y dependieran directamente de su autoridad en ese orden.

            Hay otras posiciones, al margen de la extrema del “poder directo”, que subordinan el Estado a la Iglesia, soliendo mencionarse entre ellas la forma moderada y moderna del “clericalismo” o “curialismo”, caracterizado por la indebida intromisión del clero en asuntos temporales o por la instrumentación política de la religión.

  1. c) Separación entre Iglesia y Estado

            Su forma típica sostiene que ambas potestades se ignoran mutuamente, propugnando la completa no intervención estatal con respecto a toda religión sobrenatural. Mas esta fórmula, sostenida a veces de manera honrada y leal, ha servido también como instrumento para políticas persecutorias contra la religión, reinstalando las catacumbas o dando origen a la “Iglesia del silencio”.

            Sobre el punto ha escrito S.S. León XIII, que el sistema de separación puede ofrecer ventajas -como ocurre en algunos países-, las que, si bien no pueden justificar el falso principio de la separación, ni autorizan a defenderlo, hacen sin embargo digno de tolerancia un estado de cosas que, prácticamente, no es el peor de todos.

  1. d) Sistema de colaboración armónica

            Sostiene que Estado e Iglesia se distinguen por su naturaleza, su fin y sus medios, pero ambos son necesarios para el bien completo del hombre y guardan por tanto entre sí la relación de una cooperación ordenada. Esta es

  1. La concepción correcta

            Reiteramos que en la antigüedad, Estado y sociedad religiosa eran casi siempre idénticos; pero aparece la Iglesia fundada por el Señor Jesús, que se presentó como autónoma junto al Estado, con una lúcida distinción entre lo natural y lo sobrenatural, entre la autoridad religiosa y la política, perturbando las posiciones asentadas e interfiriendo en la aspiración del Estado a la omnipotencia.

            Con el cristianismo se profesaba la convicción de que la vida interior de los particulares y sus asociaciones religioso-morales no estaban sujetas a ninguna potencia mundana, con lo que desaparecía la importancia omnímoda del Estado, no quedando el hombre reducido al mero ciudadano, ni la sociedad al Estado. La gran consigna, según la cual hay que obedecer antes a Dios que a los hombres, comenzó su carrera triunfal. El derecho y el deber de la desobediencia contra la violencia infligida a la conciencia por el Estado fueron proclamados y sellados con la sangre de los mártires.

Mas han sido frecuentes las recaídas en el absolutismo del Estado con su inevitable conflicto con la religión, pues aquél a la larga no admite que sus súbditos se adhieran a una doctrina y comunidad de fe que no se identifican con sus doctrinas, a veces verdaderas religiones laicas. Y es adecuado destacar, que el cristianismo y la Iglesia Católica supra estatal -como también las Iglesias cristianas no unidas con el Papa, en general- dieron lugar a una apreciación crítica del absolutismo estatal, y que dondequiera que en estas Iglesias hay todavía siquiera un poco de vida, no se acepta sin crítica un Estado que trate de establecerse como absoluto.

            Ahora bien, el principio cristiano de distinción no ha tenido siempre la misma proyección en la historia, lo que a nuestro modo de ver se explica por las diversas circunstancias fácticas, y por el hecho de que nuestra razón imperfecta puede ir conociendo mejor el principio y sacando con mayor precisión sus conclusiones, ajustadas a las realidades tempo-espaciales que se enfrentan.

            Así, la doctrina de la subordinación del Estado a la Iglesia -que tanto choca a la mentalidad actual- debe juzgarse sin perder de vista la conciencia sacral de la época y el vacío político que en la alta edad media impulsó al Papado y a las jerarquías locales a cumplir funciones de sustitución.

            Por lo mismo, sería injusto acusar de oportunismo o falta de sinceridad a quienes, con recta intención, aportan nuevas concepciones como desarrollos del mentado principio que afirma la autonomía del orden espiritual en relación al César, sobre la base de tomar conciencia del pluralismo religioso del mundo contemporáneo como también de los inconvenientes prácticos que puedan acarrear a la libertad religiosa y a la independencia de la Iglesia ciertos sistemas de preeminencia que, en la realidad, suelen conducir a una Iglesia teóricamente privilegiada y prácticamente avasallada, más cuando no propician en modo alguno el indiferentismo religioso ni la hostilidad hacia la fe y sus exigencias.

            Ahora bien, la Iglesia contemporánea -fundamentalmente a través del Concilio Vaticano II- se ha pronunciado, sin equívocos, sobre esta difícil materia de las relaciones con el Estado, humildemente, en el espíritu de las bienaventuranzas, atenta a reconocer en cualquier parte todo elemento de verdad y sin renunciar en modo alguno a la afirmación de sus derechos. Pasaremos a explicitar los principios básicos de su doctrina, que no podemos dejar de compartir.

            La solución de la enseñanza católica es de colaboración armónica, desautorizando por tanto el “césaro-papismo”, el “jurisdiccionalismo”, el “hierocratismo” y -en principio- las teorías separatistas.

            En la exposición de los principios básicos de la concepción de marras, se impone puntualizar ante todo que la Iglesia es distinta del Estado por su fin: mientras este último debe perseguir el bien común temporal, esto es, procurar a los hombres la paz y el progreso en la perspectiva del tiempo y de los bienes terrestres, la Iglesia busca el bien común espiritual, siendo -como expresara el Breviario de Pastoral Social- “la encargada de promover el bien último del hombre, que consiste en la posesión de Dios, por la Gracia en la tierra y la Gloria en el Cielo”.

            Las dos sociedades -política y religiosa- son independientes en lo que respecta a su fin específico respectivo. Ambas son supremas, cada cual en su género; y de la discriminación de los fines se deducen los respectivos poderes. Pero como dentro de un territorio o ámbito espacial ambas sociedades gobiernan a los mismos hombres, las relaciones entre ellas son necesarias y frecuentes.

            Hay ciertos objetos puramente temporales en los que la Iglesia no interviene ni puede intervenir porque carece de misión alguna al respecto e inclusive de medios proporcionados. Y por el contrario, existen cuestiones totalmente espirituales -como las relativas a la administración de los sacramentos- que en manera alguna incumben al Estado.

            Pero en la delimitación primaria de los fines queda una zona residual: objetivos de orden secular y de orden espiritual y religioso se superponen y gravitan sobre las mismas materias; la actividad de los respectivos poderes es atraída sobre ciertos objetivos comunes, pues el hombre es súbdito de dos ciudades: la de Dios y la terrena; su ser y su vida constituyen una unidad que trasciende el tiempo y que está afectada a un destino sobrenatural; por eso, en su paso por el mundo tiene siempre como negocio supremo el de salvar su alma. Hay, por lo mismo, múltiples aspectos de las relaciones humanas que interesan tanto al Estado como a la Iglesia, contempladas desde ángulos y perspectivas diferentes.

Los asuntos en que las actividades del Estado y la Iglesia confluyen, esto es, los que se conocen como “cuestiones mixtas”, son primordialmente: moral pública, educación y matrimonio.

            Como la comunidad política, que tiene como fin la buena vida en común, no debe ignorar ni dificultar la consecución del bien común último del hombre, en estas materias mixtas se impone la existencia entre Iglesia y Estado de entendimiento, composición, colaboración, armonía, que deben darse:

  1. a) Sin perjuicio de la distinción esencial entre ambas potestades; no se afirma, en consecuencia, una confusión de poderes ni una absorción de uno por el otro, sea el espiritual o temporal, sino sencillamente una relación de colaboración entre ambas sociedades específicamente distintas por su fin.

            Pero distinción no es separación, la cual implica ignorancia recíproca y ausencia de cooperación. La separación consiste en la falta de todo contacto y relación. Puede suceder muy bien, y sucede, que dos cosas sean distintas entre sí, sin estar separadas. El cuerpo y el alma, por ejemplo, son en el hombre dos elementos distintos, de naturaleza diversa y aun contraria, pues el uno es materia y el otro es espíritu. Pero, aunque tan distintos, no están separados, y están tan bien unidos, que su separación significa la destrucción del hombre, la muerte.

  1. b) Habida cuenta de las circunstancias tempo-espaciales. Es principio integrante del bien común temporal que el Estado se abstenga de interceptar la consecución del bien espiritual, debiendo al mismo tiempo desarrollar una cierta actividad positiva encaminada a su logro; pero la medida, la extensión, la intensidad de esa actividad positiva debe adecuarse a las circunstancias tempo-espaciales: así, no sería adecuado pretender que se otorgue a la Iglesia un especial reconocimiento civil de preeminencia en un Estado de población religiosa compuesta, con promiscuidad de diversas confesiones.

            En el sentido que venimos exponiendo, el Concilio Vaticano II, en la “Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Actual”, ha declarado: “La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo”.

            A esta altura debemos apuntar que, al margen de las cuestiones mixtas, señala la Iglesia su competencia, allí donde el orden social y político se aproxima y llega a tocar el campo moral, para juzgar si las bases de tal orden están de acuerdo con la ley natural; hay aquí, evidentemente, una intervención en lo temporal, pero sólo en tanto y en cuanto lo temporal concierne a la salvación del alma. Por ello el citado Concilio ha afirmado que “es de justicia que pueda la Iglesia en todo momento y en todas partes… dar su juicio moral, incluso sobre materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas”.

            Además, advierte la doctrina de la Iglesia que “Si en atención a las peculiares circunstancias de algunos pueblos, es especialmente reconocida en la ordenación jurídica de la sociedad civil una comunidad religiosa, es necesario que al mismo tiempo se reconozca y se respete el derecho a la libertad en materia religiosa de todos los ciudadanos y comunidades religiosas”; y la humildad y el espíritu de las bienaventuranzas a que antes habíamos aludido, se ponen de relieve cuando el Concilio, luego de expresar que Dios “manifiesta la fuerza del evangelio en la debilidad de sus testigos”, agrega: “Es preciso que cuantos se consagran al ministerio de la palabra divina utilicen caminos y medios propios del Evangelio, los cuales se diferencian en muchas cosas de los medios que la ciudad terrena utiliza. Ciertamente, las realidades temporales y las realidades sobrenaturales están estrechamente unidas entre sí y la misma Iglesia se sirve de medios temporales en la medida en cuanto su propia misión lo exige. No pone, sin embargo, su esperanza en privilegios dados por el poder civil; más aún, renunciará al ejercicio de determinados derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición”.

  1. La solución más conveniente en nuestro país

Pensamos que el Concordato de 1966 sigue siendo marco adecuado para la relación que nos ocupa, signada a lo largo de décadas, en general, por el respeto y la estima, aunque de un tiempo a esta parte con muy graves dificultades…

No obstante, la esperanza natural, que debe ser robusta y confiada, sin temor indebido al peligro, abre un campo de esfuerzo, de lucha y de victoria para reactualizar los principios de autonomía y cooperación sin laicismo ni indiferencia, lo que requiere un estilo institucional respetuoso, en el que desde el Estado no se trate, entre otras cosas, de “dividir para reinar”.

  1. Sostenimiento del culto y moral pública

            El artículo 2 de la Constitución Nacional claramente impone la ayuda económica del Estado a la Iglesia; y sobre el punto estimo necesario subrayar:

  1. a) que el mandato obliga fundamentalmente a un apoyo moral, y
  2. b) que coincidimos con quienes piensan -anticipándose a soluciones irreflexivas y violentas, que llevan la esterilidad del odio en sus entrañas- que la solución honrada y equitativa que ha de imponerse es la de la separación económica, renunciando la Iglesia a un derecho legítimamente adquirido, conforme a lo que antes hemos consignado.

            Por otra parte, en nuestro país el Estado (“lato sensu”) tiene la atribución (término comprensivo de facultad y deber) de proteger la moral pública en virtud de lo establecido en el artículo 19 de la misma Constitución, pues si bien la finalidad primaria de la norma es proteger la vida privada de los hombres o “derecho a la intimidad”, no se limita a esto: al poner la moral pública como límite de la libertad, la consagra como un valor de contenido público que el Estado puede y debe proteger.

            Además, pensamos que por los antecedentes del artículo 19, la moralidad no puede, en el ordenamiento jurídico argentino, estar reñida con los preceptos del cristianismo.

  1. A modo de conclusión

            El tiempo moderno ha sido descripto en estos términos: un tiempo que cualquiera reconocerá como orientado nada más que a la conquista de la tierra y no del reino de los cielos; un tiempo en que el olvido de Dios, que parece – sin razón- sugerido por el progreso científico, se hace habitual; un tiempo en que el acto fundamental de la personalidad humana, tiende a pronunciarse a favor de la propia autonomía absoluta, desatándose de toda ley trascendente; un tiempo en el cual las expresiones del espíritu alcanzan cumbres de irracionalidad y de desolación; un tiempo que registra -aun en las grandes religiones étnicas del mundo- perturbaciones y decadencias antes jamás experimentadas. El humanismo laico y profano ha aparecido finalmente en toda su terrible estatura y la religión de Dios se ha encontrado con la religión -porque tal es- del hombre que pretende hacerse Dios.

            Frente a él aspiramos (respetando por cierto la libertad religiosa de los no cristianos) con Alfredo Sáenz, a “volver al meollo de la cristiandad, a ese espíritu transido de nostalgia del cielo, a esa cultura que empalma con la trascendencia, a esa política ordenada al bien común, a ese trabajo entendido como quehacer santificante, volver a la verticalidad espiritual que fue capaz de elevar las catedrales… a aquella fuerza matriz que engendró a monjes y caballeros, que puso la fuerza armada al servicio no de la injusticia sino de la verdad desarmada, volver al culto de Nuestra Señora, y a la valoración” de la  virtud del buen humor, de la afabilidad, de la amistad festiva. “Tender a una nueva Cristiandad significa hacer lo posible para que la política, la moral, las artes, el Estado, la economía, sin dejar de ser tales, se dejen penetrar por el espíritu del Evangelio”.

 

 

 

 

 

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