Home / Area / COLUMNA DE OPINIÓN Diario Constitucional y Derechos Humanos Nro 188 – 14.05.2018


COLUMNA DE OPINIÓN

Derecho constitucional canónico: la potestad del Papa

Por Jorge H. Sarmiento García

Debemos partir de la base de que nos hallamos en la esencia del cristianismo cuando aceptamos su mensaje en el sentido que el verdadero hijo de Dios es también verdadero hombre[1]. Sólo al hablar de ese Dios encarnado, sin perder jamás de vista ni su naturaleza divina, ni la humana, y situando cada una en su verdadero puesto, estaremos seguros de hallarnos en el justo medio, en la esencia del cristianismo.

Esa esencia implica, en primer lugar, su carácter escatológico, es decir, su organización y orientación hacia el fin de los tiempos. El cristianismo no es algo definitivamente acabado, sino algo que crece y se desarrolla; es una semilla, el intervalo mesiánico evolucionando a la par que Cristo, el Cristo místico y de la plenitud. La tensión escatológica no es sino la cristología. El cristianismo es el desarrollo de la humanidad de Jesús. Siempre y en todo tiempo y lugar, el Dios hecho hombre, cabeza del cuerpo místico, se incorpora miembros nuevos, creciendo y completándose hasta alcanzar su plenitud. Siempre también conserva en sus miembros la “forma de siervo”. Cuando en la hora señalada por el Padre se cierre ese tiempo, el intervalo mesiánico, cuando llegue el momento de la siega, el tiempo nuevo que no pasará ya, únicamente entonces se acabará la tensión escatológica y con ella, la de Cristo. Al tiempo mesiánico y cristiano sucederá el de la Trinidad, el de Dios en tres personas. Cristo, cabeza de su cuerpo místico, devolverá entonces al Padre su poder mesiánico. “Y luego que todo le fuere sujeto, entonces también el mismo Hijo se someterá al que todo se lo sometió, para que Dios sea Todo en todo”[2]. El cristianismo marcha esencialmente hacia delante, hacia la perfección escatológica que debe realizar[3].

La segunda característica del cristianismo es la vida sacramental, pues aquél no es una manifestación del Espíritu, sino la aparición de Dios en forma visible, humana. Y aún puede afirmarse que la acción del hijo de Dios se efectúa precisamente por medio de su humanidad. Para los teólogos Jesucristo es sacramento de Dios en favor de los hombres, del que habría de emanar la Iglesia y los demás sacramentos, siendo la humanidad de Cristo medio sensible y visible que está unido personalmente al Verbo eterno y por el cual Dios nos da su gracia.  Como consecuencia de esta constitución básica en el cristianismo, y en conformidad con ella, los favores y las gracias divinas particulares deben ostentar igualmente una forma exterior sensible y sacramental. En primer lugar, es especialmente visible el Bautismo, por el cual el creyente se incorpora definitivamente a Cristo; y no menos sensible ha de ser la Eucaristía, misterio de nuestra unión real y permanente con Cristo, cabeza en el sacramento de su Cuerpo y Sangre. Los sacramentos se encuentran necesariamente en los orígenes y corresponden a la constitución esencialmente sacramental del cristianismo. Jamás se ha producido duda alguna sobre su dependencia esencial de la manifestación sensible de Cristo. En cuanto pertenecen al intervalo mesiánico, hacen referencia también al fin de los tiempos, en el momento en que el Hijo del hombre devolverá al Padre el cetro de su poder. El cristianismo es, por tanto, escatológico e igualmente sacramental y no se lo puede concebir de otra manera.

La tercera característica es su aspecto social, precisamente porque el Verbo eterno hecho hombre, nuevo Adán, como un “nosotros” personal de los redimidos, es esencialmente una unión de los miembros con su cabeza, una comunidad sagrada, un cuerpo santo. Del mismo modo como no existe un Cristo separado y aislado, tampoco existe un cristiano separado y aislado. Naturalmente, esta unión interior e invisible de los miembros con la cabeza conduce necesariamente a la unidad exterior, a una sociedad organizada. Por ello el cristianismo se ha mostrado siempre, en la historia, bajo la forma de una unidad exterior, de una comunidad visible, de una Iglesia, y siempre ha exigido que su unidad interna se materialice y manifieste exteriormente; el cristianismo ha sido siempre Iglesia y jamás ha podido existir de otra manera, con Pedro y sus sucesores, los Papas[4].

Pues bien, en cuanto a las potestades del Romano Pontífice enseña la Eclesiología[5] que el mismo tiene:

  1. a) Potestad ordinaria y propia, porque la posee en virtud del oficio; siendo este oficio de derecho divino, el Papa adquiere su potestad directamente de Cristo, no por delegación de la Iglesia, de los fieles o del Colegio episcopal.
  2. b) Potestad suprema, pues no la hay superior, por lo que no cabe apelación ni recurso a otra autoridad -tampoco al Concilio ecuménico- contra una sentencia o mandato del Papa. El Romano Pontífice no es juzgado por ninguna jerarquía, sino sólo por Dios. El Papa es el supremo Prelado -Pastor con jurisdicción-, ejerce la suprema vigilancia -por sí y por sus legados- y es el supremo juez.
  3. c) Potestad plena, porque abarca todas las materias propias de la potestad eclesiástica, tanto de fuero externo como interno; incluye tanto lo que pertenece a la fe y a las costumbres, como lo propio de la disciplina y el régimen de las personas y de la Iglesia en general. Esta plenitud lleva consigo la infalibilidad magisterial, sobre la que volvemos “infra”, como la certidumbre en lo que atañe a la disciplina y al régimen.
  4. d) Potestad inmediata, con lo que se quiere afirmar que no es sólo potestad sobre la Iglesia en cuanto cuerpo social, sino que también se ejerce sobre cada uno de los fieles, sobre cada una de las Iglesias particulares y sus agrupaciones y sobre todos y cada uno de los Pastores.
  5. e) Potestad universal, por dos causas: extensivamente es universal porque se extiende a toda la Iglesia, e intensivamente se dice universal porque abarca todos los asuntos posibles.
  6. f) Potestad episcopal, la que no es de naturaleza distinta al oficio episcopal, sino el primado de un obispo sobre toda la Iglesia; el Papa es un obispo con potestad suprema, plena, inmediata y universal sobre toda la Iglesia. En razón de ello recibe el nombre de Obispo universal u Obispo de toda la Iglesia. Además, al extenderse la potestad a toda la Iglesia con las características de universal, inmediata y plena, el Papa puede intervenir en el gobierno de una diócesis y suplir al obispo.
  7. g) Potestad libre, esto es, que el Papa puede ejercerla siempre y en todo lugar con independencia de cualquier autoridad eclesiástica o civil. No está sujeto al consentimiento de ningún órgano, concilio o persona.

Ahora bien, hay que hacer especial hincapié en que la potestad del Papa no es ilimitada; está circunscrita por ciertos límites. De entre éstos, deben distinguirse los límites para la validez de los para la licitud.

Son límites para la validez: a) el derecho natural; b) el derecho divino positivo; y c) la naturaleza y el fin de la Iglesia.

Es obvio que el Papa no puede ir contra el derecho divino, natural o positivo. El derecho divino pertenece tan sólo a Dios y a él está sujeta toda potestad humana; también lo está la del Papa, que, habiendo recibido la potestad directamente de Cristo y siendo ésta teológicamente vicaria, nada puede contra lo establecido por Cristo. En cambio, tiene concedidos algunos poderes en relación a materias de derecho divino, tales como para dispensar de votos y juramento, disolver el matrimonio rato y no consumado[6], etc.

Dentro del derecho divino merecen especial mención la institución del episcopado y los derechos fundamentales de los fieles. El Papa debe ejercer su potestad de modo que quede íntegra la función de los obispos en su diócesis y la colegialidad episcopal. Al ejercer su oficio de Pastor supremo de la Iglesia, el Romano Pontífice se halla siempre unido por la comunión con los demás obispos e incluso con toda la Iglesia; a él compete, sin embargo, el derecho de determinar el modo, personal o colegial, de ejercer ese oficio, según las necesidades de la Iglesia.

Asimismo, por ser de derecho divino, el Papa debe respetar los derechos fundamentales de los fieles, cuya lesión constituiría una extralimitación que podría afectar a la validez de los actos pontificios. Los fieles, por ejemplo, tienen derecho a recibir de los Pastores la ayuda de los bienes   espirituales de la Iglesia, principalmente la palabra de Dios y los sacramentos.

También es requisito de validez ceñirse a los asuntos propios de la Iglesia. No tiene el Papa potestad en las materias seculares -salvo lo que se refiere a su dimensión moral- en las que la Iglesia -y por lo tanto el Papa- es incompetente.

Respecto de la licitud, son requisitos de ejercicio de la potestad pontificia: a) la prudencia, que es la principal virtud del gobernante; y en concreto la prudencia pastoral; b) el deber de obrar para la edificación de la Iglesia y de las almas y no para su destrucción.

Se suelen señalar también dos límites de hecho. Por un lado, el espíritu de mansedumbre que Cristo prescribió a los apóstoles y la índole de los tiempos (requisito este último que se integra en la prudencia pastoral). Al espíritu de mansedumbre se contraponen la prepotencia y el avasallamiento, pero no la energía ni la valentía para oponerse a los abusos; ambas son virtudes excelentes del Pastor. Asimismo, la particularidad de las épocas exige una acomodación a los signos de los tiempos y al estado de las almas, pero esto no significa allanarse a los vicios o desviaciones de los tiempos; por el contrario, es tarea del buen Pastor combatirlos.

Con respecto a la infalibilidad papal, enseñan los expertos que ella es aplicable sólo en condiciones muy restrictivas:

Es necesario que el Papa se exprese como Pastor Universal, por lo que queda excluida la toma de posición sobre problemas particulares; así, cualquiera hubiese sido la importancia de una guerra civil, los eventuales documentos de un Obispo de Roma no habrían comprometido la infalibilidad del mismo.

Además, es imprescindible que el Romano Pontífice comprometa explícitamente su autoridad apostólica, la que tiene como sucesor de Simón Pedro. Esta condición excluye pronunciamientos personales y enseñanzas de circunstancias, incluso las contenidas en las -generalmente tan importantes- encíclicas.

Por último, es ineludible que las “definiciones” toquen la fe y la moral, excluyéndose así por ejemplo las cuestiones políticas.

En suma, cuando el Papa, oficialmente y con toda la autoridad de sucesor de San Pedro y como cabeza de la Iglesia universal, define para toda la Iglesia una doctrina de fe o de moral, sin pervertir el depósito de la fe, ni trastocar cualquiera de los elementos esenciales dados por Cristo a su Iglesia, entonces no comete error.

Como consecuencia de lo expuesto, es indudable que el Pontífice no es infalible cuando toca o roza temas políticos, económicos, históricos e, incluso, religiosos si lo hace v. gr. en una tertulia de tapete o debatiendo privadamente de religión; o cuando se expresa por carta o medios electrónicos a un privado, escribe en un libro que esté en el comercio, etc., no como Pastor máximo, sino explicando sus propias teorías personales.

[1] Esta nota está escrita por un creyente para otros creyentes, aunque obviamente pueda resultar de interés para quienes no lo son.

[2] 1 Cor 15, 28.

[3]  Es por ello que el verdadero desarrollo de la doctrina católica implica el gradual entendimiento por parte de la Iglesia de una verdad que no cambia. Esa verdad, gracias al Espíritu Santo actuando en la Iglesia, se puede ir comprendiendo mejor. El desarrollo de la doctrina cristiana se describe como el crecimiento en profundidad y claridad del entendimiento de las verdades de la divina revelación, siendo fundamental comprender que las verdades esenciales en el núcleo de cada doctrina, como parte del único depósito, dado por Cristo a los apóstoles, permanece inmutable. La Iglesia Católica debe preservar ese depósito.

[4] Conf. a Adam, Karl, “Jesucristo”, ed. Herder, 1985, esp. pp. 22 y 23.

[5] Ver Cánones 331 y ss. Hervada, Javier, “Elementos de Derecho Constitucional Canónico”, 2ª ed. Navarra Gráfica Ediciones, S. L., 2001, pp. 263 y ss.; Pérez Arangüena.José Ramón, “La Iglesia – Iniciación a la Eclesiología” 3ª ed., Rialp, 1999, pp. 71 y ss.; Bianchi, Alberto B. “Organización institucional de la Iglesia Católica”, ed. Ábaco, 2003, pp. 67 y ss.

[6] En Derecho canónico se llama matrimonio rato al matrimonio que, habiéndose celebrado legítima y solemnemente todavía no se ha consumado. Este matrimonio es válido desde el acto de su celebración, siendo firme sin necesidad de consumación.

DESCARGAR ARTÍCULO