Home / Area / COLUMNA DE OPINIÓN Diario Constitucional y Derechos Humanos Nro 186 – 23.04.2018


COLUMNA DE OPINIÓN

Democracia y aborto

Por Jorge H. Sarmiento García

Nos sentimos en la necesidad de volver sobre el tema del aborto, después de habernos ocupado anteriormente en esta Revista de su criminalidad, abordándolo ahora desde otro aspecto, igualmente de suma importancia.

Ante todo aclaramos que, en lo que sigue, en general no juzgamos las intenciones o las motivaciones de quienes puedan opinar distinto, muchas veces actuando de buena fe, pero nos es lícito juzgar las acciones, el fruto, la evidencia, que es lo que intentaremos hacer.

Pensamos que la crisis actual de la democracia consiste paradójicamente en la creencia de que el pluralismo de hecho trae consigo, de derecho, la imposibilidad de la verdad, lo que de algún modo explica que no seamos pocos los que sufrimos el desgarro entre lo que creemos y lo que suele ocurrir en la sociedad en que vivimos: materialismo práctico y consumismo, desprecio por la vida, olvido de los más pobres, obscenidad ambiental.

Y apreciamos que la política a veces parece limitarse a la justificación sucesiva de degradaciones del ser humano, degradaciones entendidas como normalidad, normalidad estadística (o supuesta como tal) que sustituye a la norma ética.

En tal orden de ideas, detengámonos como anticipamos en la cuestión del aborto, no en el hecho de que haya abortos, sino en la aceptación social del mismo. No se trata aquí de una grave dificultad ante la que se encuentran algunas mujeres, de desgracias particulares, sino de un pensamiento sobre si la vida humana es un don de Dios o si es creación del hombre.

Pues bien, en la segunda de tales tesituras, la aceptación del principio del aborto se convierte a nuestro juicio -como bien se ha dicho- en un rasgo definitorio de una cultura -la “cultura de la muerte”-, de una civilización, la “civilización de la supresión”.

Por ello es que estamos convencidos de que la mentalidad pro-abortista es objetivamente incompatible, teórica y prácticamente, con una concepción humana y digna.

Además, el aborto, que en su esencia es una injusticia para el ser humano inocente e indefenso al que se mata, suele acostumbrar culturalmente a las personas a las injusticias sociales. El principio del aborto no es sólo el acostumbramiento mental a una injusticia inicial, sino la desvalorización de la vida. Si el hombre justifica su intervención arrogándose un “ius vitae et mortis”, las demás injusticias sociales le parecerán también como justificadas. En verdad, nos resulta muy difícil comprender que se defienda el principio del aborto, a la vez que se respalde la justicia social, por ejemplo, a favor del marginado.

 Cierto es que “Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos…”; mas también lo es que “Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto…”[1].

Y somos convencidos de que la raíz democrática está exigiendo a las formas actuales de la misma una mejora cualitativa desde adentro, estando por ejemplo madurando cada vez más la idea de que el criterio de la mayoría no ha de ser empleado –por no ser digno- para popularizar tipos de comportamientos extraviados o corrompidos.

Así las cosas, debemos tener el alma y la inteligencia despiertas; hemos de ser realistas, sin derrotismos, buscando la verdad, encontrándola y mostrándola.

Por cierto que paralelamente hemos de ser tolerantes, pero -como tantas veces lo hemos escrito- no tener a la tolerancia como único fin, pues al fin y al cabo, se es realmente tolerante no desde el vacío moral e ideológico, sino sólo desde la fortaleza que proporciona una verdadera identidad. 

[1] S. S. Juan Pablo II, Carta Encíclica Centesimus Annus, nº 46.

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