Home / Area / COLUMNA DE OPINIÓN Diario Constitucional y Derechos Humanos Nro 181 – 12.03.2018


COLUMNA DE OPINIÓN

La necesidad del derecho natural

Por Jorge H. Sarmiento García

Bien se ha dicho que basta un análisis superficial del fenómeno jurídico para descubrir bajo su superficie elementos de diferente índole. Estos elementos pueden someramente designarse mediante las voces: conducta, norma y justicia o valores. Y se ha agregado que si pasamos revista a lo que en la vida cotidiana suele llamarse “lo jurídico”, nos encontramos en primer lugar con una serie de conductas llevadas a cabo por jueces, secretarios, funcionarios del ministerio público, abogados del Estado, abogados, procuradores, escribanos y también por cualquier habitante del país cuando se casa, arrienda un departamento, compra un diario o contrata los servicios del dueño de un medio de transporte; en segundo lugar, nos enteramos de lo jurídico cuando estudiamos los códigos del país y el sinfín de manuales y tratados dedicados a su análisis; en tercer lugar, conductas y normas nos conmueven, sea que su justicia nos complazca y reconforte, sea que su injusticia nos indigne y subleve.

Es que el mundo jurídico, el derecho, tiene una composición tridimensional: en él nos enfrentamos con tres órdenes íntimamente vinculados entre sí, pero distinguibles unos de otros: el orden de conductas, el orden normativo y el de la justicia o derecho natural. Esos tres órdenes o ámbitos no se dan como tres objetos acoplados, sino que, por el contrario, son tres aspectos esencialmente entrelazados de modo recíproco. Efectivamente, se advierte que las normas, creadas por los hombres, se gestan en ciertos hechos y quieren regular ciertas conductas sociales, a la vez que implican el propósito de realizar un valor, propósito que podrá o no tener éxito, o tenerlo en mayor o menor proporción.

            El derecho, pues, es “hecho, norma y valores”, inconmoviblemente unidos entre sí en una relación ingénita. Y se ha destacado que toda posición que deje de lado alguno de esos tres ámbitos es sin duda truncada e incorrecta, pues cercena una totalidad en la que todos esos componentes están íntimamente trabados; el derecho, el mundo jurídico, abarca lo que dicen las normas, lo que se hace en la realidad existencial y los criterios de justicia. Por tanto, cuando la norma “puesta” por los hombres (derecho positivo) es conforme a la “dada” a los hombres (derecho natural), el derecho no aparece como una construcción arbitraria y forzada, sino que arraiga en un orden universal pendiente de la Razón y Voluntad supremas, donde preexisten las formas ejemplares de todas las cosas.

Esta concepción busca en la naturaleza racional del hombre el fundamento de la obligatoriedad de las normas positivas, haciendo primar el contenido sobre las formas, considerando al derecho dentro del amplio encuadre del orden ético, y se opone a aquellas que abandonan el análisis del hombre y sus inclinaciones por el de la normatividad fría, continúan en el formalismo estructural y vacío y convierten al derecho en algo amoral o inmoral.

Solo si el derecho positivo se funda en el derecho natural, su contenido será algo más que una “tabula rasa” (o tablilla sin inscribir, que se aplica a algo que está exento de cuestiones o asuntos anteriores) en la que, guardando la forma, se puede escribir lo que se desee, recordando que, según el positivista Hans Kelsen, pertenece al concepto de Estado la posibilidad de recortar la libertad del ciudadano hasta que no le quede un átomo de ella.

            El derecho ha de tener principios sustantivos que obstan a que resulte negado, ignorado o preterido por la ley, la sentencia, el acto administrativo, etc.; en otras palabras, el derecho positivo debe receptar los principios o valores del derecho natural.

            El derecho sin un contenido de derecho natural, distinto del positivo y superior a él, puede transformarse en un instrumento que puede trasmitir lo que la autoridad decida; y ello es dable apreciar, por ejemplo, en el impacto de la biotecnología, cuando lo que se espera del derecho es que vaya convalidando los nuevos desarrollos, aunque sean aberraciones; también en el derecho penal, haciéndolo más abarcador, mas controlador de toda la sociedad, etc.

             Pero teniendo el derecho un contenido sustantivo, debe destacarse que su dimensión de procedimiento tampoco es baladí: tomar en serio los requisitos procedimentales –sobre todo los de derecho natural, como el de la defensa- es ciertamente una protección.

            Al tener contenido y sentido propio, es más fácil que el derecho no sea un mero servidor del poder. Si se acepta la existencia del derecho natural, será más viable que el positivo no se deje arrastrar por la economía, por el último grito biotecnológico o por la política partidista.

            Además, lamentablemente el positivismo es concomitante con la ideología de la seguridad jurídica, la que, expandida por la revolución francesa y por el éxito de las armas imperiales (“pour droit de nature et pour droit de conquéte”) fue construida en torno de la primacía absoluta de la ley -con una autoridad fundamentada en el mito de la voluntad de la nación formulada por los representantes del pueblo- y del contrato, y, complementariamente, de la idea del juez (respecto de los cuales pensaba Montesquieu que debían actuar como simple boca muerta que pronuncia las palabras de la ley) como autómata silogístico de los preceptos legales o convencionales. La identificación de la ley (especialmente el Código Napoleón) con el derecho, llevó a Bugnet a escribir que no conocía el derecho civil (“Je ne connais pas le droit civil”), que sólo conocía el Código prementado; y Demolombe, al comenzar su Tratado, realiza esta profesión de fe: “Les textes avant tout. Je publié un traité de Code Napoleón”. Por otra parte, la autonomía de la voluntad se desdoblaba en la independencia del individuo y en su autodependencia en la esfera de su soberanía a través del contrato.

            Finalmente, el juez (y, en general y en principio, el operador jurídico) debía limitarse a actuar silogísticamente, con un razonamiento deductivo compuesto de tres proposiciones, la tercera de las cuales (conclusión o sentencia) era la consecuencia única de las dos primeras (premisa mayor: ley o contrato, y menor: el caso concreto).

Pero tal ideología no ha podido prevalecer sobre la realidad, pese a los siempre renovados esfuerzos de los ideólogos. La verdad es que debe reinar aquí la doctrina de la prudencia y no la ideología de la seguridad jurídica. Siguiendo con el caso del juez, la decisión judicial es un acto formalmente de la razón, transido de voluntariedad; implica una determinación racional de lo que es justo, pero no sólo una determinación sino también una valoración y un mandato, actos que no pueden realizarse sin el concurso de la voluntad, que quiere aquello que la razón le presenta como recto. Por ello es que pensamos que la solución no pasa por el dogma de la suficiencia de la ley y el contrato y la ilusión de los jueces como meros aplicadores de sus disposiciones, sino por la idoneidad técnica y moral, la imparcialidad e independencia de los mismos.

            Entiéndase bien: no negamos la importancia de la predicción de soluciones a posibles controversias; mas cavilamos que en definitiva lo más valioso es la solución final de las mismas, a cargo en última instancia de los jueces. No se dude de que postulamos y favorecemos la seguridad jurídica, que es sin duda un principio de derecho natural y que implica -como bien se ha dicho- que el hombre pueda organizar su vida sobre la fe en el orden jurídico existente, con dos elementos básicos: a) previsibilidad de las conductas propias y ajenas y de sus efectos; b) protección frente a la arbitrariedad y a las violaciones del orden jurídico; mas en modo alguno podemos aceptar “la ideología” de la seguridad jurídica. Para esta última, todos los caracteres propios de los objetos de la razón práctica (como variabilidad de las circunstancias, mutabilidad de las situaciones, complejidad extrema, etc.) aparecen como elementos que deben ser eliminados en homenaje a la claridad, la distinción y la simplicidad de las construcciones de la razón (como de algún modo lo son la ley y el contrato), reduciéndose la labor del juez a pura lógica deductiva, mediante la cual se explicita para el caso singular la única solución posible en aplicación de la pertinente norma (general o individual), excluyendo cualquier consideración histórica, sociológica o axiológica.    En rigor, la seguridad jurídica requiere soluciones “probables”, no “necesarias” como las de los saberes teóricos; y el juez debe concretar prudentemente lo justo en el caso traído a su conocimiento y decisión con el instrumento de la ley o del contrato, emitiendo un juicio práctico acerca de cuál es la solución concreta que en mayor medida contempla las razones de bien particular y de bien común en el caso singular. Y en las resoluciones o actos de imperio de la prudencia, esencialmente referidos a lo concreto, falto por sí de necesidad y no existente aún, no encontraremos la seguridad que se hospeda en la conclusión de un raciocinio teorético. El prudente no espera certeza donde y cuando no la hay, ni se deja tampoco embaucar por falsas certezas. Por ello es fundamental, esencial, definitorio, quiénes sean los que ejerzan el poder político, porque no es verdad que gobiernen las leyes, sino que son hombres los que gobiernan, utilizando las leyes.

            Destacamos finalmente que la excesiva regulación positiva de toda la vida social merece mención especial, pues la reglamentación y preordinación de aquélla y de más y más aspectos de la personal, es causa de muchas normas triviales y efímeras, lo que a su vez produce anomia jurídica. Y este legalismo inmoderado anejo al positivismo jurídico conduce al abandono de la correcta concepción según la cual el derecho es una ciencia prudencial y no mecánica, lo que viene a resultar negativo para la prudencia jurídica, el sentido común y el de justicia.

 

Bien se ha dicho que basta un análisis superficial del fenómeno jurídico para descubrir bajo su superficie elementos de diferente índole. Estos elementos pueden someramente designarse mediante las voces: conducta, norma y justicia o valores. Y se ha agregado que si pasamos revista a lo que en la vida cotidiana suele llamarse “lo jurídico”, nos encontramos en primer lugar con una serie de conductas llevadas a cabo por jueces, secretarios, funcionarios del ministerio público, abogados del Estado, abogados, procuradores, escribanos y también por cualquier habitante del país cuando se casa, arrienda un departamento, compra un diario o contrata los servicios del dueño de un medio de transporte; en segundo lugar, nos enteramos de lo jurídico cuando estudiamos los códigos del país y el sinfín de manuales y tratados dedicados a su análisis; en tercer lugar, conductas y normas nos conmueven, sea que su justicia nos complazca y reconforte, sea que su injusticia nos indigne y subleve.

Es que el mundo jurídico, el derecho, tiene una composición tridimensional: en él nos enfrentamos con tres órdenes íntimamente vinculados entre sí, pero distinguibles unos de otros: el orden de conductas, el orden normativo y el de la justicia o derecho natural. Esos tres órdenes o ámbitos no se dan como tres objetos acoplados, sino que, por el contrario, son tres aspectos esencialmente entrelazados de modo recíproco. Efectivamente, se advierte que las normas, creadas por los hombres, se gestan en ciertos hechos y quieren regular ciertas conductas sociales, a la vez que implican el propósito de realizar un valor, propósito que podrá o no tener éxito, o tenerlo en mayor o menor proporción.

            El derecho, pues, es “hecho, norma y valores”, inconmoviblemente unidos entre sí en una relación ingénita. Y se ha destacado que toda posición que deje de lado alguno de esos tres ámbitos es sin duda truncada e incorrecta, pues cercena una totalidad en la que todos esos componentes están íntimamente trabados; el derecho, el mundo jurídico, abarca lo que dicen las normas, lo que se hace en la realidad existencial y los criterios de justicia. Por tanto, cuando la norma “puesta” por los hombres (derecho positivo) es conforme a la “dada” a los hombres (derecho natural), el derecho no aparece como una construcción arbitraria y forzada, sino que arraiga en un orden universal pendiente de la Razón y Voluntad supremas, donde preexisten las formas ejemplares de todas las cosas.

Esta concepción busca en la naturaleza racional del hombre el fundamento de la obligatoriedad de las normas positivas, haciendo primar el contenido sobre las formas, considerando al derecho dentro del amplio encuadre del orden ético, y se opone a aquellas que abandonan el análisis del hombre y sus inclinaciones por el de la normatividad fría, continúan en el formalismo estructural y vacío y convierten al derecho en algo amoral o inmoral.

Solo si el derecho positivo se funda en el derecho natural, su contenido será algo más que una “tabula rasa” (o tablilla sin inscribir, que se aplica a algo que está exento de cuestiones o asuntos anteriores) en la que, guardando la forma, se puede escribir lo que se desee, recordando que, según el positivista Hans Kelsen, pertenece al concepto de Estado la posibilidad de recortar la libertad del ciudadano hasta que no le quede un átomo de ella.

            El derecho ha de tener principios sustantivos que obstan a que resulte negado, ignorado o preterido por la ley, la sentencia, el acto administrativo, etc.; en otras palabras, el derecho positivo debe receptar los principios o valores del derecho natural.

            El derecho sin un contenido de derecho natural, distinto del positivo y superior a él, puede transformarse en un instrumento que puede trasmitir lo que la autoridad decida; y ello es dable apreciar, por ejemplo, en el impacto de la biotecnología, cuando lo que se espera del derecho es que vaya convalidando los nuevos desarrollos, aunque sean aberraciones; también en el derecho penal, haciéndolo más abarcador, mas controlador de toda la sociedad, etc.

             Pero teniendo el derecho un contenido sustantivo, debe destacarse que su dimensión de procedimiento tampoco es baladí: tomar en serio los requisitos procedimentales –sobre todo los de derecho natural, como el de la defensa- es ciertamente una protección.

            Al tener contenido y sentido propio, es más fácil que el derecho no sea un mero servidor del poder. Si se acepta la existencia del derecho natural, será más viable que el positivo no se deje arrastrar por la economía, por el último grito biotecnológico o por la política partidista.

            Además, lamentablemente el positivismo es concomitante con la ideología de la seguridad jurídica, la que, expandida por la revolución francesa y por el éxito de las armas imperiales (“pour droit de nature et pour droit de conquéte”) fue construida en torno de la primacía absoluta de la ley -con una autoridad fundamentada en el mito de la voluntad de la nación formulada por los representantes del pueblo- y del contrato, y, complementariamente, de la idea del juez (respecto de los cuales pensaba Montesquieu que debían actuar como simple boca muerta que pronuncia las palabras de la ley) como autómata silogístico de los preceptos legales o convencionales. La identificación de la ley (especialmente el Código Napoleón) con el derecho, llevó a Bugnet a escribir que no conocía el derecho civil (“Je ne connais pas le droit civil”), que sólo conocía el Código prementado; y Demolombe, al comenzar su Tratado, realiza esta profesión de fe: “Les textes avant tout. Je publié un traité de Code Napoleón”. Por otra parte, la autonomía de la voluntad se desdoblaba en la independencia del individuo y en su autodependencia en la esfera de su soberanía a través del contrato.

            Finalmente, el juez (y, en general y en principio, el operador jurídico) debía limitarse a actuar silogísticamente, con un razonamiento deductivo compuesto de tres proposiciones, la tercera de las cuales (conclusión o sentencia) era la consecuencia única de las dos primeras (premisa mayor: ley o contrato, y menor: el caso concreto).

Pero tal ideología no ha podido prevalecer sobre la realidad, pese a los siempre renovados esfuerzos de los ideólogos. La verdad es que debe reinar aquí la doctrina de la prudencia y no la ideología de la seguridad jurídica. Siguiendo con el caso del juez, la decisión judicial es un acto formalmente de la razón, transido de voluntariedad; implica una determinación racional de lo que es justo, pero no sólo una determinación sino también una valoración y un mandato, actos que no pueden realizarse sin el concurso de la voluntad, que quiere aquello que la razón le presenta como recto. Por ello es que pensamos que la solución no pasa por el dogma de la suficiencia de la ley y el contrato y la ilusión de los jueces como meros aplicadores de sus disposiciones, sino por la idoneidad técnica y moral, la imparcialidad e independencia de los mismos.

            Entiéndase bien: no negamos la importancia de la predicción de soluciones a posibles controversias; mas cavilamos que en definitiva lo más valioso es la solución final de las mismas, a cargo en última instancia de los jueces. No se dude de que postulamos y favorecemos la seguridad jurídica, que es sin duda un principio de derecho natural y que implica -como bien se ha dicho- que el hombre pueda organizar su vida sobre la fe en el orden jurídico existente, con dos elementos básicos: a) previsibilidad de las conductas propias y ajenas y de sus efectos; b) protección frente a la arbitrariedad y a las violaciones del orden jurídico; mas en modo alguno podemos aceptar “la ideología” de la seguridad jurídica. Para esta última, todos los caracteres propios de los objetos de la razón práctica (como variabilidad de las circunstancias, mutabilidad de las situaciones, complejidad extrema, etc.) aparecen como elementos que deben ser eliminados en homenaje a la claridad, la distinción y la simplicidad de las construcciones de la razón (como de algún modo lo son la ley y el contrato), reduciéndose la labor del juez a pura lógica deductiva, mediante la cual se explicita para el caso singular la única solución posible en aplicación de la pertinente norma (general o individual), excluyendo cualquier consideración histórica, sociológica o axiológica.    En rigor, la seguridad jurídica requiere soluciones “probables”, no “necesarias” como las de los saberes teóricos; y el juez debe concretar prudentemente lo justo en el caso traído a su conocimiento y decisión con el instrumento de la ley o del contrato, emitiendo un juicio práctico acerca de cuál es la solución concreta que en mayor medida contempla las razones de bien particular y de bien común en el caso singular. Y en las resoluciones o actos de imperio de la prudencia, esencialmente referidos a lo concreto, falto por sí de necesidad y no existente aún, no encontraremos la seguridad que se hospeda en la conclusión de un raciocinio teorético. El prudente no espera certeza donde y cuando no la hay, ni se deja tampoco embaucar por falsas certezas. Por ello es fundamental, esencial, definitorio, quiénes sean los que ejerzan el poder político, porque no es verdad que gobiernen las leyes, sino que son hombres los que gobiernan, utilizando las leyes.

            Destacamos finalmente que la excesiva regulación positiva de toda la vida social merece mención especial, pues la reglamentación y preordinación de aquélla y de más y más aspectos de la personal, es causa de muchas normas triviales y efímeras, lo que a su vez produce anomia jurídica. Y este legalismo inmoderado anejo al positivismo jurídico conduce al abandono de la correcta concepción según la cual el derecho es una ciencia prudencial y no mecánica, lo que viene a resultar negativo para la prudencia jurídica, el sentido común y el de justicia.

 

 

 

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