Home / Area / COLUMNA DE OPINIÓN Diario Constitucional y Derechos Humanos Nro 180 – 05.03.2018


COLUMNA DE OPINIÓN

El relumbrón de los cargos públicos

Por Jorge H. Sarmiento García

No es raro que el hombre común recuerde a Lucio Quincio, llamado Cincinato, patricio romano del siglo V antes de Cristo, que prestó grandes servicios a Roma como dictador y que regresó a su campo de labranza después de acabada su misión pública, retirándose a unas tierras que poseía a orillas del Tíber y que él y su mujer cultivaban.

Pero no es frecuente que se recuerde a Publio Cornelio Escipión, a quien se llamó “el Africano” luego de vencer al ilustre Aníbal en Zama.

Zama es una de las batallas más famosas de la antigüedad, cuya trascendencia radica no sólo en el hecho de que su resultado decidió el fin de la Segunda Guerra Púnica -las que fueron tres entre Cartago y Roma, y que deben su nombre al vocablo latino “Punici”, que era aquel con el que los romanos denominaban a los cartagineses, descendientes de los antiguos fenicios-, sino también en que permitió ver en acción frente a frente a los dos más destacados generales de cada bando y de los más reconocidos de la antigüedad, Aníbal Barca y Publio Cornelio Escipión.

Este último, nacido en Roma en el año 235 a. C., perteneciente a una de las familias más ilustres y antiguas (los Cornelios) de la ciudad, cuando tenía sólo treinta y cinco años había escalado las más altas dignidades atinentes a sus hazañas bélicas y poseía una fama inigualada, conforme surge de los relatos de Polibio y Tito Livio. Sus actos, tanto militares, políticos y diplomáticos, fueron principalmente debidos a su profundo conocimiento de la psicología humana, fuese de jefes guerreros, hombres de la política, soldados o hombres del pueblo.

Ahora bien, ha ocurrido que algunos historiadores, ansiosos de aumentar la fama de Aníbal, han disminuido los méritos de Escipión, no obstante que Polibio señalara que “La circunstancia de que Escipión fue casi el hombre más famoso de todos los tiempos hace que todos deseen conocer qué especie de hombre ha sido, cuáles eran sus dones naturales, como también qué educación recibió para que pudiera llevar a cabo tan grandes empresas”.

Mas afortunadamente, la figura de Escipión ha sido especialmente popularizada en la actualidad por Santiago Posteguillo en su obra de literatura creativa que comienza con “Africanus”, parte de una gran trilogía sobre Roma que se ha convertido en un verdadero “best seller” y cuya lectura recomiendo, pues  implica llevar un mayor caudal de conocimientos y apreciaciones sobre las virtudes del Africano, sin disminuir por ello sus méritos -como suele ser de estilo- para enaltecer los de Aníbal.

Y yendo ahora directamente al título de esta nota, consignamos que después de Zama, Roma estaba ebria de entusiasmo y el pueblo quiso hacerlo proclamar a Escipión cónsul y dictador por toda su vida, desdeñando el Africano tan insigne honor, no sólo al alcance de su mano, sino que se le ofrecía con insistencia, absteniéndose de aceptar el poder del Estado más importante de la tierra.

Con tal actitud, evidentemente, Escipión no esperó la ancianidad, con sus desencantos inevitables, para entrever el falso relumbrón de los cargos públicos, que a un grande hombre tienen que repugnar y que a un mediocre seducir.

Comparativamente téngase presente que, con muchos años de diferencia Julio César, en cambio, había convenido con sus secuaces que le ofrecieran la corona real, rechazándola frente a la muchedumbre.

No sin argumentos, entonces, se ha podido valorar que la obra de Escipión inauguró el dominio mundial de la civilización romana, en tanto que la de César preparó, por el contrario, el camino de la decadencia…

Después de haber actuado honrosamente en la escena pública, a intervalos, se retiró a la vida privada, siempre tratando de salvar a Roma moralmente, como antes lo hiciera materialmente.

Y terminó sus días en un exilio voluntario, ausente de una patria que carecía, desde mucho tiempo atrás, de un gobernante digno de su grandeza, retirándose en al año 183 a. C. a sus tierras de Linternum, expresando el deseo de no ser enterrado en Roma y ordenando colocar en su tumba: “Ingrata patria, no ossa quidem mea habes“(Patria ingrata, ni siquiera tienes mis huesos).

DESCARGAR ARTÍCULO