Home / Area / COLUMNA DE OPINIÓN Diario Constitucional y Derechos Humanos Nro 173 – 04.12.2017


COLUMNA DE OPINIÓN

Corrupción y prudencia gubernativa

Por Jorge H. Sarmiento García

Un gobernante, si es prudente, puede llegar a ser un estadista, destacando que el auténtico estadista actúa con esa “virtus”; y la prudencia política -también llamada regnativa o gubernativa- es la cualidad propia del gobernante, siendo la de mandar bien: en primer lugar a sí mismo, poniendo orden en sus afectos interiores y en sus relaciones exteriores con los demás hombres, y mandar a los otros en la familia, en el municipio, en el Estado, según se trate de prudencia personal o de prudencia gubernativa, aunque las dos están estrechamente unidas, pues como dijera Luis de la Puente: “Quien no es prudente en las cosas propias, no podrá serlo en las ajenas; y quien no tiene discreción para gobernar su casa, no la tendrá para gobernar la nación”.

En rigor, la prudencia política es una cualidad de la razón práctica que la dispone a realizar con prontitud, infalibilidad y eficacia los actos enderezados a la consecución del bien común.

La prudencia gubernativa auténtica está integrada por tres momentos, es decir, tres son las operaciones de la razón práctica: a) Consejo o deliberación, por la que indaga los medios conducentes al bien común. b) Juicio, por la que determina cuál es el medio más útil para alcanzarlo. c) Mandato o mando, por la que aplica la voluntad a las acciones ya deliberadas y juzgadas como convenientes.

Ahora bien, se ha dicho con razón que la diferencia entre un estadista y un político es que mientras el primero piensa en las futuras generaciones, al segundo sólo le interesa el próximo acto electoral. Es que, efectivamente, un verdadero estadista se diferencia sobremanera de un político corriente, desde que es capaz de conducir a su pueblo con una mirada a largo plazo, anticipándose al futuro, no confundiendo el concepto de plan estratégico con medidas netamente electorales, inaugurando por ejemplo obras inconclusas como si ya estuviesen eficientemente materializadas, ni le traslada sus errores a quienes lo suceden en el cargo.

Un estadista no gobierna mirando las encuestas y distingue muy bien la apariencia de la esencia. Como escribiera Luis de Granada: “Regla es también de prudencia no engañarse con la figura y apariencia de las cosas, para arrojarse luego a dar sentencia sobre ellas; porque ni es oro todo lo que reluce ni bueno todo lo que parece bien, y muchas veces debajo de la miel hay hiel, y debajo de las flores, espinas. Acuérdate que dice Aristóteles que algunas veces tiene la mentira más apariencia de verdad que la misma verdad; y así también podrá acaecer que el mal tenga más apariencias de bien que el mismo bien. Sobre todo debes asentar en tu corazón que así como la gravedad y peso en las cosas es compañera de la prudencia, así la facilidad y liviandad lo es de la locura. Por lo cual debes estar muy avisado no seas fácil en estas seis cosas, que conviene saber: en creer, en conceder, en prometer, en determinar, en conversar livianamente con los hombres y mucho menos en la ira. Porque en todas estas cosas hay conocido peligro en ser el hombre fácil y ligero para ellas. Porque creer ligeramente es liviandad de corazón (o ingenuidad); prometer fácilmente es perder la libertad; conceder fácilmente es tener de qué arrepentirse; determinar fácilmente es ponerse en peligro de errar; facilidad en las conversaciones es causa de menosprecio (y de indiscreciones); y facilidad en la ira es manifiesto indicio de locura”.

Ahora bien, cuando un Estado se hunde en la corrupción y entroniza la injusticia, todas las clases sociales, toda la vida pública y privada, todas las relaciones de los habitantes entre sí y las de éstos con la autoridad, se embrutecen y se encanallan de tal manera, que después de esa exasperación morbosa de la autoridad aparecen o una jerarquía inflexible y autoritaria o un gobierno que con “auctoritas” obligue a todos a moverse dentro de los principios y normas que la convivencia social exige.

Estos movimiento pendulares se han venido reproduciendo en el mundo de manera casi constante, pero por cierto que es absolutamente preferible a la reacción autoritaria el surgimiento de una autoridad prudente que, apoyada en la auténtica democracia, anule las exageraciones demagógicas y encauce la vida de la sociedad, normalizándola y haciendo posible su subsistencia.

El Estado anárquico, la relajación de costumbres, la corrupción de las magistraturas, la venalidad de los hombres públicos, exigen fundamentalmente restablecer la legítima autoridad política y la justicia imparcial e independiente. Toda la actuación del gobierno, si es prudencial, ha de tener entonces por finalidad esencial esta doble directriz; pero para seguirla no ha de buscarse la coacción sino la persuasión, no los castigos sino las razones, todo sin lastimar legítimos intereses, sin molestar convicciones honestas, sin destruir riqueza mal habida.

Y la prudencia política es la piedra de toque de los verdaderos estadistas, que pueden sobrevivir a su actuación por la directriz que supieron imprimir a la nave del Estado, el que sólo puede mantenerse y avanzar rectamente hacia su fin bajo una autoridad firme y una justicia perfecta.

 

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