Home / Area / COLUMNA DE OPINIÓN 2 SUPLEMENTO DE DERECHO INTERNACIONAL Nro. 2 – 16.05.2018


COLUMNA DE OPINIÓN

El islam, las cruzadas y los templarios

Por Jorge H. Sarmiento García

Bueno es ocuparse del Temple, por la generalizada falta de seriedad con la que el tema se ha tratado y se sigue tratando. Por ello consideraremos con la mayor objetividad el asunto sobre el que tanto se ha incluso mentido, comenzando por el Islam y  las Cruzadas, y reiterando -como punto de partida de este análisis- que los sucesos históricos sólo pueden juzgarse atendiendo a sus circunstancias.

Para exponer el tópico debidamente, siguiendo a historiadores objetivos y competentes, hay que partir de la base de que animó a las Cruzadas un pensamiento elevadísimo (que no alcanza a eclipsar los excesos y crímenes que las mancharon): fueron guerra de penitencia y expiación, la lucha de la Cruz, el fuego del Purgatorio sufrido en la tierra según enérgicamente decían los cristianos de entonces. Si los cruzados eran vencedores, se humillaban ante el Sepulcro Santo; si vencidos, se maceraban, porque imaginaban que Dios los castigaba por sus pecados.

Europa se armó entonces para combatir al Islam. Fue el Islam, no el cristianismo, el que desde su nacimiento promovió la conversión por medio de la conquista; y aun cuando el cristianismo, en ciertos momentos y en ciertos lugares, también bautizó a punta de espada, el crecimiento que logró en sus primeros tres siglos hasta abarcar todo lo que el Imperio romano conquistó fue casi por entero pacífico. En consecuencia, desde los tiempos de la primera “razzia” del profeta Mahoma, la convicción de los cristianos fue que las guerras contra el Islam se libraban o bien en defensa de la cristiandad, o bien para liberar y reconquistar tierras que legítimamente le pertenecían.

En las Cruzadas se levantó Europa como un solo hombre y corrió presurosa a librar de la esclavitud a sus hermanos, creyendo hacer otro tanto con los infieles, salvándolos del infierno, todo con el ánimo de conseguir el premio eterno; de ahí que el Concilio de Clermont –donde en 1095, se hicieron presentes los principales prelados y nobles de la Cristiandad, pidiéndoles el Papa Urbano II la formación de un cuerpo expedicionario contra el Islam, a lo que la asamblea, de pie, prorrumpió en un grito clamoroso: “¡Deus lo volt!” (¡Dios lo quiere!), que se convirtió en divisa de la tarea- no fue el motor de aquellas empresas, sino el efecto de la opinión pública.

Nació de entre las parciales revueltas del feudalismo un pensamiento de gloria, de porvenir, de santidad, un resplandor de lo bello y de lo infinito entre los pueblos y los ejércitos; y fue una multitud la que se lanzó a la muerte por el triunfo de lo que creía ser buena causa y verdad. Los musulmanes eran considerados enemigos de la fe, a la que trataban de extirpar en todas partes, desde las orillas del Ebro hasta las del Éufrates; teniendo los cristianos la firme creencia en una obligación de socorro para sus hermanos, y de reprimir la tiranía del Islam, además de la de ayudar al Imperio de Oriente a recobrar las provincias perdidas. Los papas y príncipes que conducían o aconsejaban a los pueblos, tenían noticias ciertamente de las nuevas amenazas de los árabes, que ya habían tomado Jerusalén, ocupado España, obstruido la mitad de Italia; y sabían también que para ellos era santa la guerra contra los cristianos. Cabe entonces preguntarse: ¿eran ignorantes y fanáticos los papas y príncipes de la Edad Media, llevando al Jordán y al Nilo guerras que de otro modo se hubieran efectuado junto al Danubio y al Sena? Insistimos en el decidido entusiasmo de los pueblos y su intrépida seguridad de obtener la palma del martirio cuando se exponían a morir de hambre, a hierro o de fatiga, pero cantando himnos al Señor, sintiendo sólo no poder fijar su última mirada en la Ciudad Santa.

Por otra parte, las Cruzadas calmaban los odios intestinos, y dirigían su impetuosidad indomable a la conquista de la Tierra Santa; los hombres que vivían con la sangre y el estrago, dejaron de hacer la guerra así en los caminos y en las poblaciones, para llevar a Palestina su feroz actividad; y los blasones de guerra quedaban cubiertos con el uniforme blasón de la Cruz. En un tiempo en que se predicaba una moral pura, vigorosa, sin condescendencia, se sentía el pecado, aun cometiéndolo, y nacía inmediatamente la necesidad de expiarle; y así, las almas atormentadas por los remordimientos, y también las personas deshonradas pero a quienes era necesaria la estimación y el honor, iban a combatir para volver en paz consigo mismos y con los demás. Mientras que la diferencia de razas y las jerarquías feudales separaban en los hechos a gran distancia un hombre de otro, el sentimiento de la fraternidad inspiraba a los guerreros de la Cruz, prometiendo los príncipes al marchar tener gran cuidado de los que los seguían. Las mujeres tuvieron también su parte de heroísmo y de desgracias: Adela, condesa de Blois, obligó a su marido a que volviese a la guerra santa, echándole en cara la cobardía de su deserción, y una heroína que en el cerco de Tolemaida trabajaba en cegar un foso, sintiéndose herida de muerte, suplicó que se la arrojase en él, para que su cadáver fuera al menos de algún provecho…

Floreció entonces el instituto de la caballería, animada de nobles sentimientos, no respirando más que amor por la gloria y celo por la justicia, y llamada por su profesión a contribuir a todo lo que era generoso y desinteresado. Se revistió esta institución de las más bellas formas cuando quedó ligada a las órdenes eclesiástico-militares, que unidas para un fin común, y emancipadas de toda dependencia feudal y nacional, fueron los inmediatos guerreros de la Cruz, y ofrecieron en sus filas a los nobles un asilo trabajoso en tiempo de paz, y una escuela de heroísmo en tiempo de guerra. De este modo la que sería la nobleza, que hasta entonces se había mostrado feroz, se fue acomodando al espíritu caballeresco que después constituyó su carácter, y supo asociar con el valor la delicada galantería, el fervor religioso, el amor y el entusiasmo.

Hubo, por cierto, en el desarrollo de las Cruzadas, acciones realmente deplorables, como parece ser inevitable en el obrar humano, con la natural corrupción del hombre que pervierte las cosas más santas. No extraña, entonces, que S. S. Juan Pablo II haya pedido perdón por los pecados cometidos por “los hijos de la Iglesia” en sus 2000 años de historia, con claras alusiones, entre otras, a las Cruzadas. Pero el impulso fue noble y ennoblecedor y, como escribe Daniel-Rops- “Que la misma palabra de Cruzada tenga todavía hoy el sentido de empresa heroica realizada con una intención pura y noble al servicio de una gran idea, es cosa que no carece de significación”.

Pues bien, la Orden del Temple tan escasa se vio al principio que en el transcurso de nueve años no pudo llevar más que nueve miembros; tan pobre, que montaban dos Templarios en un solo caballo (y no por ser homosexuales, como se ha dicho); tan dependiente, que el Patriarca de Jerusalén les daba habitación cerca del templo salomónico, de donde provino el nombre de la Orden.

Su regla, austera, mística, religiosa es obra de San Bernardo (1090/1153), el apóstol de las Cruzadas quien así les exhortaba: “Id, expulsad a los adversarios de la Cruz de Cristo, seguros de que ni la vida ni la muerte os privarán del amor de Dios. Ante todo riesgo decid: vivos o muertos pertenecemos al señor… Gloriosos los vencedores, felices los mártires”.

Temible escuadrón de frailes batalladores, el Oriente tembló ante ellos. Los tesoros que la cristiandad y las conquistas les ofrecían por precio de su sangre y valor, acrecentaron el magno orgullo de la Orden, eximiendo los privilegios de los Templarios del fuero común. No es de extrañar, por tanto, que parte de sus miembros terminaran cayendo en el regalo, los vicios y la pereza, modos por los que coadyuvó el mismo Temple a la catástrofe degenerando hasta faltar a sus tradiciones, fin de su gloriosa historia.

Su destrucción final no fue obra de los musulmanes sino que la iniciaron fuerzas coercitivas al servicio del rey “más cristiano” de Francia, Felipe “el hermoso”, monarca rapaz, quien quería asegurarse los bienes de la Orden. Pero esto requiere otra breve nota que respete también los límites espaciales de esta Columna de Opinión.

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