Home / Area / COLUMNA DE OPINIÓN 1 Diario Constitucional y Derechos Humanos Nro 175 – 18.12.2017


COLUMNA DE OPINIÓN

Sobre los liderazgos fuertes

Por Jorge H. Sarmiento García

Según la columnista de La Nación Laura Di Marco: “La Argentina tiene liderazgos fuertes que tienen que ver con su tradición populista”. Esto nos mueve a reiterar algo de lo que antes hemos escrito en base a reflexiones propias y ajenas sobre los auténticos orígenes del problema.

Recordamos ante todo a Florencia Ferreira de Cassone, quien ha enseñado que si bien es cierto que los criollos organizaron sus primeras fuerzas armadas sobre el esquema de las que existían desde los tiempos de la dominación española, la revolución obligó a modificar profundamente las jerarquías militares, en parte por la creación de las nuevas solidaridades patrióticas, pero también por la pérdida de las antiguas jerarquías y por la movilización social que implicó. Los núcleos revolucionarios como Buenos Aires, Santiago de Chile, Caracas o Bogotá enviaron ejércitos a los respectivos campos de batalla en la guerra contra los realistas, los cuales estuvieron al mando de jefes que improvisaron una estructura militar nueva con sus grados y jerarquías correspondientes, pero la naturaleza de la guerra, la dificultad de las comunicaciones y el nivel elemental de la organización implementada, dejó librada a la capacidad y la personalidad de los jefes y oficiales subalternos la conducción de la guerra y la obtención de la victoria. En esa situación se impuso el mando de tipo caudillesco. Tanto por parte de los grandes jefes (San Martín, Bolívar, O´Higgins, Carrera, Sucre, Páez, Flores, etc.) como de parte de los jefes subordinados.

En la mayoría de las campañas militares la guerra fue llevada fuera de las ciudades y la lucha en medio de los peligros de la naturaleza y de los hombres, impulsó la forja de las personalidades de excepción que conducían a las formaciones militares. Durante la guerra de la Independencia hubo vasto campo para la guerra de guerrillas, tales como la que dirigió Martín Güemes en el norte de la Argentina y tantos otros jefes en las campañas de los Andes, en Chile y Perú. Era una vieja tradición hispánica y fue asumida sin dificultades tanto por los soldados realistas como por los patriotas. Un caudillo partidario de España fue Boves, jefe de los llaneros venezolanos, tan hábil y carismático en la conducción de sus jinetes como lo fueron otros soldados patriotas. La lista de nombres sería larguísima.

En torno al núcleo que se forma alrededor de este tipo de jefatura militar, se fue organizando el nuevo elenco del gobierno civil integrado por seguidores del caudillo militar, encargados de dar forma escrita a la rudimentaria administración pública, con hegemonía sobre las actividades políticas y económicas de cada región. Al fragmentarse la unidad del Imperio Hispánico comenzó la formación de núcleos regionales. Las principales ciudades hispanoamericanas (Buenos Aires, Santiago de Chile, Caracas, Lima, Quito, Bogotá) se constituyeron en capitales de los nuevos países, pero debieron afrontar la lucha con otros núcleos urbanos que ya sea por su tradición virreinal como por ser, a su vez, núcleos de otras regiones, disputaron a las primeras la primacía política. Pero la oposición principal provino de las campañas, porque tanto sus habitantes como los intereses culturales, políticos y económicos que defendían, no estaban representados en la conducción asumida por las grandes capitales.

El proceso de regionalización se fue acelerando en la medida en que fracasaban los diversos ensayos institucionales intentados por las minorías liberales que preponderaban desde 1810. La debilidad y fragilidad de la organización política facilitó, por lo tanto, el fortalecimiento de los sectores rurales, donde tanto la rudeza de la vida como el carácter primitivo de las formas sociales y culturales permitieron el surgimiento de los nuevos jefes: los caudillos.

Los oficiales más destacados en la Guerra de Emancipación no se resignaron a abandonar la vida de violencia, riesgo y aventuras a que se habían entregado por cerca de quince o veinte años. Muchos habían salido de las filas más humildes del pueblo y gozaban de rangos, jerarquías y poder. Otros, los que provenían de clases superiores, se habían arrancado a sus lugares y profesiones de origen. Clérigos, comerciantes, abogados, y funcionarios eran ahora coroneles y generales y sus hábitos pacíficos y rutinarios habían sido reemplazados por el ejercicio del mando y el uso del poder autoritario propio de la milicia.

La finalización de la Guerra de Independencia –1824, victoria de Ayacucho- sorprendió a estos jefes militares al mando de sus tropas y, en muchos casos, ejerciendo el poder político en ciudades y campañas. Pero de inmediato surgieron los conflictos entre las regiones y sobre todo la puja entre las ambiciones personales de los jefes principales, cuyas ansias de gloria y poder no se resignaban a la aceptación pacífica del orden civil.

Por otra parte, el estado de desorden y anarquía en que habían quedado sumidas las diversas regiones de la América hispánica no constituía una valla a esta carrera por el poder. En realidad, ese orden pacífico y civil al cual debieron haberse reintegrado los soldados que volvían de una guerra victoriosa no existía.

Los dos grandes jefes de la guerra emancipadora, Simón Bolívar y José de San Martín, se vieron obligados a soportar la desintegración de las fuerzas que habían comandado y a ver a sus principales lugartenientes enzarzados en una lucha por su predominio personal. Así ocurrió con José María Paz, Manuel Dorrego y Juan Lavalle, en la Argentina; con Andrés Santa Cruz en Perú y Bolivia; con José Antonio Páez en Venezuela; con Francisco de Paula Santander en Colombia; con Juan José Flores en Ecuador. Además de sus ambiciones personales, cada uno de estos jefes estaba rodeado por otros militares y civiles que los animaban a que ejercitaran su poder, en algunos casos organizando nuevos países y en otros reclamando el poder vacante por el derrumbe de las instituciones civiles. La crisis social, política, cultural y económica en que se sumieron los pueblos hispanoamericanos al comenzar la década de 1830 con la desintegración regional, la quiebra de las instituciones civiles y el auge irrefrenado del poder militar de los jefes que no se resignaban a desmovilizarse y deponer sus ambiciones de mando, está, pues, es la base del surgimiento de un nuevo sistema político: el caudillismo. Juan Manuel de Rosas en Argentina (1829-1852), José Antonio Páez en Venezuela (1830-1863), Antonio López de Santa Ana en México (1821-1855) y Rafael Carrera en Guatemala (1837-1865), fueron los caudillos más destacados de América Latina; pero durante el siglo pasado, algunos “hombres fuertes” han mantenido rasgos de caudillismo: Juan Vicente Gómez, en Venezuela; Rafael Leónidas Trujillo, en la República Dominicana; y Anastasio Somoza Debayle, y, especialmente, su padre, Anastasio Somoza, en Nicaragua, repitieron algunas de las principales características del caudillismo americano, e incluso líderes carismáticos como el argentino Juan Domingo Perón, con sus políticas populistas, respondían a cierta tipología caudillista.

Pero la experiencia política de países de otras latitudes, como España, han sido llamativamente similares a la de aquellas antiguas colonias. Veamos el caso de Franco, “hombre fuerte” de España, según Bartolomé Bennassar: “El apego constante de Franco al título de Caudillo no es un efecto del azar. Este término se arraiga en el pasado medieval de España y de la Reconquista y fue empleado frecuentemente en la América española a lo largo de las luchas de la independencia, y después en las convulsiones políticas de países como Argentina. No creo en absoluto que la palabra Caudillo haya sido escogida por referencia al Führer y al Duce. Paul Preston ha señalado que un semanario había dado cuenta del matrimonio de Franco en 1923 bajo el título: ´Las bodas de un Caudillo histórico`, y recuerdo por mi parte que la prensa asturiana empleó el término de Caudillo para calificar a Franco en 1926, con ocasión de una estancia de vacaciones de la pareja Franco en Asturias, y por tanto varios años antes de la subida al poder de Hitler y de la fortuna de la palabra Führer. Igualmente, los camaradas de promoción de Franco, cuando organizaron un homenaje al que había sido el primero de ellos en obtener los galones de general, hicieron alusión ´a los gloriosos Caudillos de los siglos pasados`. Desde los primeros meses de la guerra civil, el término se empleó frecuentemente. Por otra parte, si bien es verdad que Serrano Súñer y Dionisio Ridruejo habían sido seducidos por la estética nazi, ni uno ni otro expresaban las tendencias profundas de Franco. Éste, por el contrario, acogía con placer y buscaba todas las referencias a la gesta nacional y católica, sin ninguna ruptura con la tradición. Pelayo, el Cid, Fernando III el Santo, Isabel la Católica, Felipe II, agradaban mucho más a Franco. Porque, precisamente, un ´caudillo` es un personaje carismático, un don de la Providencia a un pueblo, de algún modo un mesías investido de una misión redentora, de la que tenía necesidad España, pervertida por el marxismo, el anarquismo y, por supuesto, la acción disolvente de la masonería…”.

 

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